Mi autobiografía de Carson McCullers de Jenn Shapland, publicada por Dos Bigotes y traducida por Gloria Fortún, es una biografía a dos bandas: mientras el lector recorre la vida y obra de la autora americana, descubre a la vez la vida de su biógrafa, centrándose en dos temas trascendentales como son la identidad de género y la sexualidad. Esta fusión entre homenajeado y homenajeador me recordó al ensayo La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero, en el que el sentimiento de pérdida permea las vidas de la escritora y de la física y química Marie Curie. En esta ocasión, Shapland entrelaza retazos de su niñez y juventud con recuerdos de Carson, estableciendo paralelismos entre sus vivencias.
Shapland comienza su investigación (y paralelamente su propio relato) con el acceso al intercambio escrito a máquina entre la doctora Mary Mercer y Carson McCullers, fechado en 1958, que se encontraba en un pequeño archivo bibliotecario de Georgia. Esos diálogos son el punto de partida para poner en duda la identidad de género y sexual de la autora: casada en dos ocasiones con Reeves McCullers y que, sin embargo, afirma haber amado a otras mujeres. Desde las propias experiencias amorosas de Shapland, descubrimos y nos replanteamos la adolescencia de McCullers y sus primeros enamoramientos.
Este ensayo, que es a su vez una biografía esencial de la escritora de El corazón es un cazador solitario, cuestiona las anteriores biografías de McCullers que, por diversos motivos, han sido censuradas por sus propios autores o no han esclarecido cuestiones vitales de su existencia. Y muestra una Carson muy real: frágil por sus enfermedades y fuerte para luchar contra las normas de la sociedad, una mujer empática con las desgracias humanas y que siempre quiso defender la homosexualidad, la discapacidad y el racismo, una persona que tuvo que vivir en una sociedad intransigente y que logró momentos de felicidad en Yaddo.
Con Mi autobiografía de Carson McCullers se abre un nuevo espacio, acogedor y reivindicativo, para el debate sobre la identidad de género y la sexualidad y sobre las escritoras lesbianas que se tuvieron que ocultar bajo una asfixiante capa de heterosexualidad.
«Quizá solo se debe a que los relatos de sus relaciones con mujeres están sesgados y son difíciles de recopilar. Para unir las piezas, has de leerlos como persona queer, como alguien que sabe lo que supone estar en el armario y que ha adquirido la destreza de buscar retazos de su propia experiencia en los lugares más insospechados » (pág. 38).
Se inicia un diálogo con el lector en el que se le plantea cómo la sociedad determina nuestra vestimenta vinculándola a un género y explora la posibilidad de un género no binario:
«Desde que inicié este proyecto, he empezado a hacerme mi propia ropa, pues me frustraba no encontrar en las tiendas nada que me hiciera parecer o sentir lo que quería parecer o sentir. Que no es ni masculina, ni femenina, sino una suma de ambos géneros que se convierte en otro» (pág. 149).
Asimismo, se evidencia la necesidad de los artistas LGTBIQ+ de fundar comunidades, como Yaddo, en las que vivir plenamente y protegerse de la intolerancia del resto de coetáneos.
Tras leer a Shapland y releer a McCullers, he de expresar algunos interrogantes que ya no puedo silenciar: ¿Cuántas preguntas de la autora quedarán sin respuesta? ¿Podremos decir en un futuro y con orgullo los nombres de artistas homosexuales y lesbianas? ¿Cuántas biografías habría que reescribir para que sean fieles al autobiografiado?