Del 12 de abril al 8 septiembre de 2019 se puede visitar, en el Palacio de Velázquez del Retiro del Museo Nacional de Arte Reina Sofía (Madrid), la exposición retrospectiva del japonés Tetsuya Ishida (Yaizu, Shizuoka, 1973 – Tokio, 2005) «Autorretrato de otro».
Pocas veces he salido tan impactado de la visita a una exposición como de esta: primeramente, por la calidad y cantidad de sus obras, que evocan las de un Hopper revisitado y actualizado (aunque el lugar que pinta sea aquí Japón a finales del siglo XX, no los Estados Unidos de los años veinte y treinta del siglo pasado); en segundo lugar, porque su hiperrealismo es directo y los títulos dan muestra clara de una crítica social. Sus cuadros podrían ser las imágenes de algunos de mis poemas de Estupor (Alhulia).
La pintura de Ishida, a pesar de su juventud, cuenta con mucho prestigio en Japón, pero en Europa no se conoció hasta 2015, cuando sus cuadros fueron incluidos en la 56.ª Bienal de Venecia. Esta es, de hecho, su primera retrospectiva fuera de Japón (algo que debería enorgullecer a los españoles, pues demuestra la calidad de nuestros museos: esta exposición sería de pago en cualquier otro país y en España, sin embargo, podemos visitarla gratuitamente y en horario continuo hasta las diez de la noche; enhorabuena, MNCARS).
Podríamos pensar que la obra de un pintor japonés solo reflejaría la vida en su país, y en efecto esto es así en muchos aspectos: las imágenes de estudiantes en sus pupitres con mirada perdida y haciendo exámenes alfanuméricos como si fueran robots es un reflejo de la rigidez y dureza del sistema educativo allí, hasta el punto de sentirse encerrados en los institutos como si fueran cárceles; lo mismo podría decirse de las alusiones a la vida empresarial, que se alarga en comidas y cenas de trabajo, o de las casas minúsculas en que viven o a la longevidad. Sin embargo, más allá de estos aspectos, la obra de Ishida adquiere universalidad porque esos sentimientos son los mismos que se proyectan en los países capitalistas occidentales: deshumanización, despersonalización, precariedad laboral, mecanización, desasosiego y difícil separación entre trabajo/ocio.
La pintura de Ishida surge en un periodo relativamente corto: vivió solo 32 años, pues fue arrollado por un tren (con una posible sombra de suicidio). En la retrospectiva se exhiben 70 obras pintadas entre 1996 y 2004 —muchas de ellas sobre tabla— y algunos de sus cuadernos de notas, en los que apuntaba ideas para posteriores cuadros, si bien en Japón ha habido otras retrospectivas en donde se exhibieron también otros (por ejemplo, Fuera y Sin título de 2004 —más abajo— no están en la muestra de Madrid).
Si bien la pintura de los primeros años, tras licenciarse —cuando tenía apenas 23 años—, no es muy destacable, pronto alcanza su estilo: como si fuera realidad aumentada, pinta cuadros hiperrealistas sobre los que se superponen o entremezclan rasgos surrealistas, como ocurre con las carpas de la ropa del joven que duerme o el cadáver que asoma al abrir el cajón-ataúd de la oficina; del mismo modo, con la mezcla de cuerpos y rostros con piezas mecánicas. Este hiperrealismo llega al punto de que se podría localizar la marca del flexo de la mesa junto a la que el joven está sentado o los títulos de los diccionarios de su casa-caja de cartón que figuran en otro de sus cuadros.
Producto de una “generación perdida” derivada de los años de crisis económica que vio alzar la especulación inmobiliaria en Japón hasta que estalló en 1991 y dejó a sus ciudadanos en quiebra económica y moral (algo no muy distinto de lo que pasó en Estados Unidos y Europa en 2008 y de la que se está avecinando para el 2023), los cuadros de Ishida reflejan la pesadumbre ante una sociedad rica que, sin embargo, hace vivir precariamente a sus individuos, los despersonaliza, los convierte en peones sustituibles por piezas mecánicas y hace que su vida se reduzca al trabajo y la alienación.
Ishida comenzó a retratarse a sí mismo en sus cuadros, pero pronto se dio cuenta de que como él estaban otros muchos trabajadores, consumidores y, en general, los japoneses. Por esto su obra ha sido tan rápidamente aceptada: es un mensaje directo, patente, de cómo son, de cómo somos. La repetición de rostros, como si fueran clones, es una manera de decir: “podrías ser tú”, o “eres una máquina y trabajas como una máquina”, no distinguible de otra, que cuando llegue al final de su vida útil, será sustituida y tirada al desguace (como en el cuadro Fuera, 1999, Cinta transportadora de personas, 1996, o Retirada, 1998).
A pesar de estas inquietudes, la pintura de Ishida plantea también soluciones, mediante la evasión y el recuerdo: el cuadro con libros sobre la cama nos demuestra que cada libro puede ser una ventana al mundo. La lástima es que, al haber fallecido, nos hemos quedado sin más obras y su posible evolución.
La exposición del Reina Sofía va acompañada de un catálogo. Allí están las reproducciones de todas las obras y varios textos explicativos, incluyendo una semblanza de uno de sus amigos. El museo también ha colgado un vídeo de presentación, para aquellos que no puedan desplazarse a Madrid.