Una adaptación teatral de la gran Anna Karenina de Tolstoi es siempre una aventura arriesgada. Si además la adaptación tiene una duración de poco más de una hora, y la defienden sólo cuatro intérpretes en escena –tres actores y un pianista−, con seis sillas grandes tapizadas como todo elemento escenográfico, la apuesta resulta, al menos a priori, curiosa y hasta temeraria, porque quienes conocen la novela se preguntan cómo puede contarse tanto en tan poco y con tan poco.
El secreto está, precisamente, en lo que no se cuenta. Ivan Padilla, adaptador, director y actor del montaje, basa su dramaturgia sólo en el triángulo amoroso que se establece entre Anna –interpretada por Lara Díez− y los dos Alekseis, su amante –el propio Padilla− y su marido –Dani Ledesma−, y lo reduce todo a la mínima expresión lingüística. Los diálogos que marcan cada escena, breves, se intercalan con la música, compuesta e interpretada por Cels Campos al piano, que otorga, junto con los juegos de iluminación y las coreografías escénicas de los actores, muchas otras secuencias sin palabras. De este modo, se sirven de recursos eficaces, como resumir un embarazo y un parto con un solo pañuelo de seda, o servirse de lo descriptivo de la banda sonora para ilustrar los estados de ánimo de los personajes y sus cambios de un diálogo al otro.
Sin embargo, los personajes no tienen suficiente recorrido como para poder desarrollarse en plenitud: resultan planos, esquemáticos, simplistas. A pesar de que haya detrás un trabajo interpretativo, a menudo sólo vemos unos actores que gritan un texto o que lo recitan, carente de verdad. Cuesta que la emoción, que rezuma en cada página de la novela del célebre escritor ruso, llegue al espectador. Algunos pudieran pensar que resulta injusto comparar la adaptación con el original, cuando, además, en un caso se trata de una novela decimonónica del XIX y en el otro de una propuesta escénica contemporánea. Pero tal vez por eso, por el riesgo que supone, a veces el intento resulta fallido, sin que ello reste mérito al hecho de haberse atrevido a proponerlo.
El diseño lumínico del montaje, en cambio, a cargo de Rubèn Taltavull, es un gran acierto. La araña de vidrio que cuelga del techo del escenario del Versus Teatre crea, en ocasiones, sombras de lo más sugerentes en las paredes blancas y diáfanas al ser iluminada por los focos fríos, de tonos violetas. Los recortes enmarcan el espacio de varias escenas, diferenciando lo prohibido, la relación de amantes, con la claridad que ilumina todo el espacio cuando Anna está con su marido. Especialmente llamativo el efecto inicial y final del montaje, que pertenece a la misma escena a partir de la que se establece el flashback que nos relata la sintética historia. Es, como se ha mencionado ya, la iluminación junto con la música las que crean las atmósferas para acompañar a los actores en las transiciones, sobre todo a Lara Díez, presente en todo momento en el escenario, y a la que los focos atribuyen tonos ligeramente distintos sobre su vestido granate de terciopelo y satén. Sólo se echa en falta que la dirección contemple mejor la distribución a dos bandas del teatro, ya que, en ocasiones, se pierden de un lado o del otro efectos de luz potentes.
Esta Anna Karenina es, en definitiva, una versión muy particular del clásico, muy sesgada, en la que los personajes se perciben demasiado arquetípicos, pero que, con algo más de trabajo que aporte matices a la interpretación y con un escenario, tal vez, menos austero, esa combinación de escenas textuales con otras prácticamente coreografiadas, con el añadido de la música en directo y la luz que lo envuelve todo, podría incrementar su valor escénico.