No es inusual que muchos españoles sientan cierto rechazo hacia el flamenco, y que consideren este arte algo propio de mentalidades conservadoras y de esa insufrible españolidad de pulsera y bandera en el polo. Mis conocimientos al respecto han sido siempre más bien superficiales, pero siempre he pensado que esa imagen no responde completamente a la realidad, tal vez debido a que de niño para mí no era extraño encontrar en el barrio a familias enteras tocando flamenco. El libro de Alfredo Grimaldos, Historia social del flamenco, editado en 2010 y reeditado recientemente por Península, bien puede servir para alejar a los flamencos del tópico y situarlos en su justa dimensión. Un trabajo periodístico cuyo autor entreteje la historia del arte jondo con las entrevistas que a lo largo de su dilatada carrera ha realizado a algunas de las más grandes figuras del baile, el cante y el toque.
En sus páginas, se nos muestra a los flamencos como hijos de su tiempo con un pie en la rancia tradición, desde el siglo XVIII hasta la época actual. Desde las actuaciones por un plato de comida y algo de dinero en ventas y fiestas privadas para siniestros señoritos -en las que los cantaores no sabían si iban a cobrar algún dinero y acababan totalmente extenuados-, pasando por el café cantante, los tablaos madrileños entre los años 50 y 80 del siglo pasado, la Transición Española, los teatros y el reconocimiento artístico del que gozan parcialmente hoy, Alfredo Grimaldos abre una ventana hacia el flamenco de una radicalidad política que sorprendería a más de uno: exilio, persecución, fusilamientos fascistas, presos políticos, la militancia comunista de Pepe Marchena o Antonio Gades obligan a replantearse el concepto que se suele tener del arte jondo.
¿Sabías que el padre del bailaor Farruco fue comandante republicano y dirigió un batallón de payos y gitanos durante la defensa de Madrid? ¿O que unos fascistas intentaron destrozar las manos de Paco de Lucía a raíz de unas declaraciones que hizo en un programa de televisión de Jesús Quintero? Esta obra está repleta de anécdotas de todo tipo, narradas por su autor o por los verdaderos protagonistas del libro, los flamencos. Historias desgraciadas, duras y miserables, se mezclan con otras llenas de ternura o absolutamente hilarantes, como la del Bizco Amate y su distracción del hambre. Todas esas vidas dejan en la grabadora de Grimaldos pequeños retazos de una realidad que brillan con luz propia. En sus páginas hablan los más grandes: Farruco, Antonio Mairena, Fernanda y Bernarda de Utrera, Pepe Marchena y muchas otras figuras, y en todo momento sobrevuela con intensidad el recuerdo de Camarón de la Isla.
Especialmente interesante es la insistencia de Grimaldos en señalar la importancia de la escena flamenca madrileña. Uno de los capítulos destaca que «en materia de flamenco, Madrid es la ciudad andaluza situada más al norte», y nos lleva de viaje por las peñas flamencas de la capital española, especialmente en el barrio de Vallecas, y por sus míticos tablaos, en donde podemos encontrar al gran Yul Brinner, que era medio gitano, tocando la guitarra ante el asombro de los allí presentes.
Hay más, mucho más, muchas letras y la nada despreciable posibilidad de hacer un poco de arqueología y buscar algunas de estas grabaciones imposibles, y dejarse llevar. Tanto si te gusta el flamenco como si no, es un libro excepcional donde el baile, el cante y el toque sirven para retratar a un país que ha cambiado mucho, para bien o para mal, y reconocerte en él, en su dolor desgarrador y en sus miserias y grandezas, y en definitiva, en un arte que es, este sí, de los de abajo. De los que un día apenas sabían leer y escribir, y se rajaban el gaznate y se dejaban los pies y los dedos frente a un señorito que estaba muy por debajo de tan grandes artistas.