El jueves 12 de marzo tuvo lugar un acto en la Facultad de Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid con motivo de la sentencia dictada el pasado mes de enero en la que se declara culpable al ex jefe de la policía guatemalteca, Pedro García Arredondo, por irrumpir en la sede diplomática española y asesinar a 37 personas. Ha sido necesario el transcurso de 35 años para condenar una tragedia que arrastraba numerosas peticiones de justicia y manchaba la memoria histórica del país.
El diplomático Yago Pico de Coaña junto con Marta Casaus Arzú, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y José Ángel Sotillo, director del Instituto Universitario de Desarrollo y Cooperación (IUDC) de la UCM trataron las cuestiones más significativas de este proceso desde una perspectiva crítica y aludiendo a la necesidad de desactivar los mecanismos de impunidad del Gobierno de Guatemala.
Los antecedentes del conflicto se originaron con la usurpación por parte de empresarios y políticos de las tierras en la Franja Transversal del Norte, pobladas por comunidades indígenas dedicados a la agricultura, para la explotación de sus recursos naturales, especialmente, madera y petróleo. Los colectivos indígenas, apoyados por el Comité de Unidad Campesina (CUC), se movilizaron para denunciar los abusos cometidos en la región durante la presidencia de Fernando Romeo Lucas García que disfrutaba de unos importantes intereses económicos en la zona.
El 31 de enero de 1980, una treintena de campesinos del Quiché ocuparon la embajada española para solicitar su intervención en el conflicto y dar voz a sus quejas que no eran atendidas mientras la represión brutal no dejaba de sumar víctimas. A pesar de que el embajador de aquel momento, Máximo Cajal, expresó su negativa a la intervención, las fuerzas de seguridad irrumpieron violentamente en el edificio obligando a los ocupantes y los rehenes a aislarse en una habitación que fue incendiada. Quién provocó el incendio es una cuestión que aún se debate. Mientras el gobierno guatemalteco manifestó que fue una inmolación de los rebeldes, otros testimonios y pruebas periciales atribuyen la responsabilidad a la policía. En el documental Ni uno vivo, la madre de la ponente Marta Casaus, Odette Arzú, miembro de la Cruz Roja y testigo del incidente, declara cómo impidieron el acceso a los bomberos para extinguir el incendio y cómo escuchó a un policía decir a otro: “no quiero ni uno vivo”.
El Gobierno rechazó cualquier negociación pacífica con los ocupantes y autorizó un criminal abuso de poder quebrantando por completo el Convenio de Viena sobre Relaciones Diplomáticas. Se produjo, en palabras de Yago Pico: “una dejación total de responsabilidad de dirigentes y asaltantes que se comportaron más como vulgares matones a sueldo que como funcionarios del orden”.
Conscientes del alcance de la masacre, el Gobierno trató de censurar a periodistas y testigos mediante amenazas y asesinatos. Un elevado número de personas soportaron presiones atroces por defender la verdad pero fue gracias al apoyo internacional de Naciones Unidas, el Pacto Andino, la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Comisión de la Verdad o Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) que se consiguió difundir numerosas investigaciones donde se narraba con total imparcialidad lo sucedido. En 1999, el informe Guatemala, Memorias del silencio establecía inexorablemente la culpabilidad y responsabilidad del Presidente y las fuerzas del orden guatemaltecas, como defendían las tesis de Máximo Cajal, único superviviente de la matanza.
La sentencia, aunque no cumple todas las exigencias de los litigantes, es un primer paso para redimir la memoria histórica y lograr un mínimo de justicia. Aunque la conducta irresponsable y la tergiversación posterior de la información adoptada por las autoridades causaron daños irreparables, este fallo simboliza la esperanza para una población indígena que actualmente sigue soportando una enorme brecha de desigualdad y racismo que les despoja de su dignidad.