«La exposición a una pizca de oscuridad impide que enfermemos de ella».
Era un 15 de mayo en Madrid, San Isidro. En la Pradera hacía un calor sofocante y yo, con mi particular gusto por sentar mis posaderas en un banco, buscaba uno en un lugar tranquilo apartado del tumulto para dar cuenta del bocadillo de entresijos. Fue cuando descubrí un pequeño paseo de cipreses y bancos, antesala de lo que enseguida entendí que era un cementerio, el de San Isidro. Reinaba la paz, aquel lugar parecía no verse perturbado por la fiesta al otro lado de los muros. Durante un rato que no recuerdo si fueron horas o minutos paseé entre nombres que aparecían en mis apuntes de selectividad y en las calles de Madrid, me maravillé con algunas tallas e imaginé y divagué sobre las historias que se escondían tras algunos panteones y lápidas. La memoria de los que festejaban fuera se encontraba también en aquel cementerio, que acogía el reposo de personajes que una podía imaginarse bailando un chotis siglos atrás. La vida y la muerte, el pasado y el presente, la finitud y la eternidad no se pueden entender de forma separada.
He vuelto a este camposanto más de una vez. Me gusta pasear por los cementerios y me gusta saber que no soy tan rara o, por lo menos, que no soy la única rara. Cuando descubrí que Capitán Swing publicaría Una tumba con vistas, del reconocido periodista escocés Peter Ross, no pude más que congratularme por la traducción de esta colección de ensayos que descubren las historias de los lugares, los tiempos, las personas y las historias detrás de cementerios tan famosos como el de Highgate en Londres, donde Karl Marx reposa sin saber que en la tienda de recuerdos el capitalismo ha convertido su cara en moldes para galleta.
«Si la imaginación es un músculo, los cementerios son un gimnasio. Miraba los nombres y me quedaba pensando: ¿podría ser que John Barnes, peluquero, que falleció en enero de 1891 a los sesenta y siete años de edad, usara alguna vez en su juventud el peine y las tijeras para atusar el cabello de Ebenezer Gentleman, que murió en la Navidad de 1868 y cuya lápida inclinada se encuentra a pocos pasos de distancia?».
Presenta Peter Ross en Una tumba con vistas un trabajo de periodismo literario que, en ciertas partes, puede leerse casi como si fuesen relatos. Esto hace que, como un buen libro de cuentos, un hilo atraviese todos los capítulos que, a su vez, pueden disfrutarse de manera independiente. Y es que, al final, las historias que entretejen la vida de los cementerios (sí, he asociado la vida a un lugar donde acabamos cuando esta se nos acaba, soy consciente) tienen sus particularidades individuales, pero todas tienen que ver con la necesidad de memoria y del recuerdo. La memoria puede ser colectiva, como los combatientes del IRA que buscaban recordar a sus muertos o los objetores de conciencia durante la I Guerra Mundial, que grabaron mensajes en sus celdas antes de que los enviaran a la desaparición en los campos de batalla de Francia; pero también puede ser individual, como la de un padre que decide construirle un majestuoso monumento a su pequeño hijo fallecido. Al final, los lugares de enterramiento, aunque acogen la muerte, no hacen otra cosa que celebrar las historias de vida.
«Hay quienes se oponen a que recordemos a nuestros muertos. Y yo les digo que nadie tiene derecho a censurar o denegar el dolor», parte del discurso de Mary McDonald durante la celebración del domingo de pascua, día marcado en el calendario de los miembros del IRA.
Me he puesto un poco sentimental, pero creo que este libro toca un tema, ciertamente, que remueve sentimientos. Sin embargo, no quiero que os llevéis a errores, que los que ya no están y los que permanecen busquen el recuerdo, no significa que todos los encuentren. No se os ocurra pensar que la muerte nos iguala; que no os la cuelen. Solo hace falta recalar en Londres para ver que la desigualdad se arrastra hasta la tumba. Peter Ross recalca esta idea en Una tumba con vistas al hablar del imponente Highgate, donde descansan personas que ni siquiera necesitarían una tumba para ser recordadas, y el marginal Crossbones, donde acababan los marginados de la sociedad, en agujeros que ni siquiera marcaba el nombre que tuvieron en vida los cuerpos que allí recalaban. El autor, aunque aficionado a los cementerios, no deja que el romanticismo empañe la realidad y no duda en ahondar en historias que nos recuerden que los camposantos son el reflejo de las sociedades, que distan y han distado mucho de la utopía.
Es imposible decir que la muerte igualó a los muertos de familias burguesas con los que ni siquiera tenían una familia que les llorara cuando lees sobre la llamada «chica de Crossbones». Cuenta Ross que «medía menos de metro y medio y había sufrido una sífilis terrible; tenía los huesos picados, agujereados y lesionados». E
«Los que descansan en tumbas sin marcar suelen ser aquellos en los que la vida ha dejado sus marcas más crueles […]Sin una lápida, sin un nombre, se los olvida. Es esa antigua creencia de que morimos dos veces: una cuando nuestro corazón deja de latir y otra la última vez que alguien menciona nuestro nombre».