En su pequeño gran poemario, Rouge, Pilar Cámara abre las puertas poéticas al sexo como fuente de inspiración y nos regala un virginal billete de ida hacia un orgasmo que reclama ser descubierto.
Hay talentos que no pueden ocultarse, que se manifiestan precozmente y que, por suerte, acaban plasmados en papel, como un gran triunfo ante la moderna masificación literaria. Los que disfrutamos con la poesía somos afortunados por poder disfrutar de pequeñas joyas como Rouge, una compilación de poemas de la periodista y escritora Pilar Cámara (1982) paridos desde la pornografía más tierna, del sexo más sublime e inolvidable. No sabemos si la marca de pintalabios -huella indeleble de esta edición de Amargord- pertenece a la autora, pero su color carmesí se fija en la retina para que volvamos sobre estas páginas en los momentos más inesperados del día.
Entre sangre, lujuria, coitos y una infinidad de referencias a la anatomía humana avanzan estos poemas directos y, nunca mejor dicho, desnudos de todo artificio. El lector accederá fascinado, como a través de un laberinto que nos transporta al mismo Orsay, frente a El origen del mundo, a un festín de versos que parecen latir y mojar, acompañados de citas de grandes plumas como Kennedy O’ Toole, Panero o Yates. Mientras presentimos la figura de la Lolita de Nabokov, que aparecerá en cualquier momento para seducirnos, nos dejamos acariciar por una creatividad sin frenos, que nos muestra la cara salvaje del instinto primigenio de la procreación, pero también arrulla con la delicadeza de una caricia.
Pulsiones, fertilidad e intuición se cruzan como ríos que cruzamos una vez embarcamos en esta travesía, que no es sólo un viaje hacia el deseo, sino también un relato apasionado de emoción y amor. Versos cortos que se graban al momento mientras envuelven una feminidad sincera y desesperada, que propiciarán una lectura cómplice y desinhibida: eso es Rouge, un librito que asombra y escandaliza a los demás inquilinos de mi estantería, pero cuyos armónicos compases sugieren que disculpemos su deliciosa insolencia, que en el fondo parece querer maquillarse de rubor, como una adolescente de metro 48, que lleva un solo calcetín y nos sostiene la mirada.
La imagen que acompaña a este artículo es Bookworm, de TommoTheTog