Un cordón de plástico de color amarillo delimita el escenario. “No pasar”, dice. Hacerlo implica un peligro, una sanción, un riesgo. Un atrevimiento, quizás. De un lado del cordón queda la amenaza, el arte, el vacío. Un cadáver tal vez. Del otro la seguridad, la distancia, la curiosidad, el morbo, la admiración. ¿Cuántas de estas cosas encontramos en un teatro? Dicen que el teatro es un reflejo de la vida así que aquí deberían estar todas ellas. ¿Quién sabe? Pasen y vean, musitan las puertas entreabiertas del Teatro Real.
Los palcos del Real mantienen un espejo en su interior, como recuerdo de épocas pasadas en las que las familias adineradas consideraban estos palcos como una habitación más de sus residencias y que amueblaban del mismo modo. En ellos comían, dormían y bebían, compartiendo velada con amantes o cónyuges, según el día de la semana. La ópera de fondo, el arte en un segundo plano, un escenario en el que estar para dejarse ver. Y como macho alfa de todos los palcos el Real, casi siempre cerrado porque su ocupación está reservada a la Familia Real, casi siempre ausente. El Palco Real cuenta con baño propio, “un Roca normal y corriente, como el que tengo yo en mi baño”, le comenta una de las visitantes a su acompañante, tras echar un vistazo al interior del Lavabo Real. Lo real es Real, diría un filósofo.
“Se recuerda a los señores maestros que deberán aguardar en sus puestos hasta que hayan finalizado los aplausos”, reza un cartel en uno de los múltiples corchos que jalonan los pasillos del interior del Real. “¿Y qué pasa si no hay aplausos?”, le pregunta al aire Pablo, estudiante del cuarto curso de Teatro Musical en la RESAD. El silencio es la única respuesta a su pregunta. Tal vez el miedo. La sala en la que ensayan los maestros da a la plaza de Isabel II. Allí algunos instrumentos disfrutan de una breve siesta. La partitura todavía abierta marca el lugar donde el sueño les venció y dejaron el resto de la lectura para después del parpadeo reparador. Hasta hace unos años el director de la orquesta se situaba de espaldas a la enorme cristalera. Ahora lo hace al revés y los maestros ya no se distraen con la contemplación de las buhardillas del Madrid de los Austrias.
Veinte alumnos de la Universidad Complutense recorren los pasillos del Real. Forman parte de un taller que la Unidad de Cultura de esta universidad convoca para promover entre su alumnado diferentes actividades artísticas. El taller es gratuito y las plazas limitadas. “Siempre hay gente que se queda fuera, es una pena”, explica Mercedes, la coordinadora del taller. ¿Y cuántas solicitudes habéis tenido? “Cuarenta y seis”, responde. De un total de más de 85.000 alumnos matriculados. El 0,05% del total. “Me gustaría saber cuánta gente se hubiera apuntado a un recorrido por el Bernabéu”, comenta uno de los asistentes.
Ovidio Ceñera es el jefe del Departamento de Sastrería y Caracterización del Real. En la cuarta planta del teatro se cose, se corta, se lava, se tiñe, se plancha, se arregla y, sobre todo, se recicla. Materiales sobrantes de otras producciones se utilizan para las nuevas. Trajes que sirvieron de ambientación para un coro hace dos años se adaptan para que vistan a otro en unos meses. “Aquí se aprovecha todo, no se tira nada”, señala Ovidio, que interrumpe constantemente su explicación para atender un teléfono que no deja de sonar. Está a todo. Para La Traviata, ópera que se representó hasta el 9 de mayo, las más de diez mujeres que trabajan a las órdenes del único hombre del departamento confeccionaron más de cien trajes. Rosa es la jefa de peluquería y maquillaje y también depende de Ovidio. En su departamento confeccionan las pelucas pelo a pelo, ayudándose de un molde con forma de cabeza sobre el que colocan la base en la que insertan los cabellos con una aguja. Utilizan pelo natural, procedente en su mayoría de China e India y también pelo de yak, sobre todo para los postizos faciales. El trabajo de maquillaje y peluquería puede llevarles desde pocos minutos a varias horas y no siempre luce. “Una caracterización perfecta pasa desapercibida. Cuando en escena nadie del público detecta nuestro trabajo supone, a la vez, una decepción y el mayor reconocimiento. Nadie aplaudirá nuestro trabajo porque, por su naturalidad y perfección, nadie lo habrá apreciado. Esa es nuestra máxima aspiración”, explica Rosa.
La directora de iluminación de La Traviata es Jennifer Tipton. Esta estadounidense de 77 años comenzó en el mundo del espectáculo como bailarina de danza aunque muy pronto cambió un lado del escenario por otro. “Me enamoré de la luz”, reconoce sonriente. Para el montaje de esta ópera ha creado un diseño que evoluciona a la par que la historia de la protagonista, más brillante en el primer acto, más apagado en el último. “La luz también cuenta su propia historia”, explica. La ópera es para ella el arte más completo porque “tiene interpretación, tiene baile y tiene canto”. Compara la manera de iluminar en cine, donde también ha trabajado, con la ópera, “en el cine la iluminación siempre es perfecta. En la ópera, no. Cada función aspiras a la perfección y nunca lo consigues, pero tienes la oportunidad de volverlo a intentar cada noche. Eso hace a la ópera más viva que el cine”, concluye.
La zona del paraíso es el conjunto de asientos más alto del Teatro Real. El ático. Gracias a las pantallas situadas allí, el público puede apreciar la expresividad de los intérpretes. Sin ellas sería imposible: hay siete pisos de distancia con respecto al escenario. La acústica, en cambio, es perfecta. “Es de las mejores del mundo”, comenta uno de los asistentes al ensayo general. Este ensayo es una función completa, con los artistas vestidos y maquillados y los maestros en vaqueros. Ermonela Jaho es la artista que interpreta el papel principal, el de Violetta Valéry. “Conmovedora, ha estado magnífica”, le dice a su acompañante una de las asistentes. Ella y el barítono Juan Jesús Rodríguez, que interpreta a Giorgio Germont, son quienes reciben la ovación individual más intensa. La ovación colectiva, con todos los artistas sobre el escenario, se prolonga durante diez minutos. Los maestros, obedientes, aguardan en sus puestos hasta que los aplausos terminan.
El público abandona poco a poco el teatro. Trajeados ellos, vestidas ellas, engolados casi todos, descienden las escaleras pomposamente. Algunos de los voluntarios que guían las visitas al Real caminan entre ellos. Las entradas para los ensayos generales, en la zona de paraíso, son la única recompensa a un trabajo que desempeñan con profesionalidad y dedicación.
Las puertas se entrecierran y el público abandona el recinto, mientras que el equipo, el artístico y el técnico, permanece en su interior. Unos se quedan y otros se van. ¿No dicen que el teatro es un reflejo de la vida? La apariencia, el trabajo, la belleza, la emoción y, por supuesto, el arte. Eso es el teatro. Eso es la ópera.