
Homes foscos se presenta como la segunda parte de una trilogía que la compositora Clara Peya y el dramaturgo y director David Pintó iniciaron la temporada pasada con Mares i filles, interpretada por Nina y Mariona Castillo. El punto en común de las dos piezas ya presentadas y de la futura es que son musicales de pequeño formato ejecutados sólo por dos intérpretes y en los que todo el texto es cantado.
En esta ocasión, David Pintó se decantó por escribir un musical de suspense inspirado en el universo literario de Patricia Highsmith, aunque es un dato que, de no saberlo, tampoco implica grandes diferencias en la recepción del montaje ni la comprensión de la historia. Dos hombres, un escritor que no logra dar con un buen final, y un desconocido que aparece una noche en su casa, inician una oscura relación de deseo, dominación, sexo, miedo, culpa, que hará avanzar los acontecimientos con giros insospechados, en un continuo juego de roles.
Los dos actores-cantantes, Rubén Yuste y Marc Vilavella, acompañados al piano por Andreu Gallén o la propia Clara Peya –ya que alternan funciones−, despliegan sus dotes vocales e interpretativas para que tanto la partitura como las letras lleguen al público. Aunque la historia esté situada en los cuarenta americanos (como sugiere parte del espacio, el atrezo y el vestuario, obra todo de Jordi Bulbena), las dos personalidades que dibuja Pintó y el conflicto que las acecha resulta universal y reconocible, por lo que la localización espacio-temporal de la obra carece de importancia. Salvo, claro está, por lo que implica en cuanto a la homosexualidad de sus protagonistas, que obviamente no se vivía igual a mediados del siglo XX, hecho que aporta el punto de lo prohibido y punible.

Tanto la dirección escénica y de actores, en manos de Pintó, como la musical, de la que se encarga Peya, están cuidadas y saben combinar muy bien la una con la otra y sacar el máximo partido de los actores. Salvo algún grito y algún gemido, el resto de sonidos son todos musicales, bien en los momentos en que se disfruta solamente del piano −tocado de forma excelente por Andreu Gallén el día en que presenciamos la función− como en los cantados. Esto permite apreciar la riqueza de la composición musical, que se percibe compleja pero de una gran emotividad y capacidad transmisora de los ambientes opresivos y turbios de la trama.
Destacar también los movimientos, a cargo de Ariadna Peya, especialmente en esa coreografía erótica del inicio en la que la iluminación cobra una especial importancia y se nota diseñada con acierto a lo largo de la pieza por Xavi Gardés. Igualmente acertada la colocación de ese espejo colgado medio de lado al fondo y que permite potenciar el reducido pero encantador espacio de El Maldà, y dar a la visión del espectador sobre los actores otra dimensión, mostrando su espalda, lo que ni ellos mismos ven. Cuando al tocarlo se desdibujan sus figuras, lo simbólico del gesto se hace evidente con el final propuesto.
El tándem formado por Peya y Pintó, como ya apuntaron con Mares i filles, resulta prometedor. Faltará ver la última parte de esta trilogía musical, de la que avanzan que la pareja protagonista serán hombre y mujer. Esperamos encontrarla pronto en los escenarios.