La puesta en escena de L’inframón (El inframundo o The Nether en el original), que puede verse estos días en el Teatre Lliure de Gràcia, se estrenó en el pasado Festival Grec 2016 y ahora abre la temporada en la que dicho teatro celebra sus 40 años.
El galardonado texto de la norteamericana Jennifer Haley nos sitúa en un futuro próxima (tal vez más próximo de lo que nos pensamos) en el que internet ha alcanzado otra dimensión, una dimensión aún más profunda, y ha evolucionado en lo que la sociedad de la pieza llama el inframundo. En este espacio virtual, donde cada cual se conecta y adopta el avatar que más le gusta, hay lugar para todo, desde los negocios o los estudios, hasta los delitos más atroces, que se cometen sin que tengan ninguna consecuencia en la realidad tangible del criminal. Porque, ¿puede considerarse un delito si no sucede realmente?
La detective Morris −interpretada por Mar Ulldemolins, que tan bien combina siempre fortaleza y fragilidad− así lo cree. Por ello, se enfrasca en una investigación para poder detener a uno de los peores delincuentes de esa realidad virtual, quien ha creado una recreación sensorialmente perfecta de una casa victoriana usada como burdel y lugar de torturas, y en la que sólo hay niñas y niños. Un lugar en el que la pederastia se premia. Un lugar para que las personas enfermas como su creador, según se defiende él mismo, puedan dar rienda suelta a sus deseos más oscuros sin hacer daño a nadie en realidad. La argumentación suena convincente en la voz de Andreu Benito, imponente en su corpulencia que contrasta con la detective. Ella, sin embargo, sostiene que el uso de lo que para él es un simple juego de rol no hace otra cosa que fomentar que sus clientes deseen experimentar lo mismo en la realidad, y pone en peligro a miles de niños con esa apología.
Este es el debate en torno al que gira la pieza, los límites morales y éticos de los usos de las nuevas tecnologías, una discusión absolutamente actual. Sin embargo, el atractivo de la obra no reside sólo en el qué, sino también en el cómo. Haley construye un thriller de una ciencia ficción muy poco ficticia, y va desgranando las piezas de la investigación a cuentagotas, dando al espectador una dosis más de información en cada escena, que combina en diversos tiempos y espacios, hasta permitirle construir la estremecedora visión de conjunto, sin dejar ningún cabo suelto.
La puesta en escena, dirigida por Juan Carlos Martel Bayod, potencia, además, el texto por la sobriedad con la que es expuesto y por el acierto de sus elecciones escénicas, empezando por el cásting, que resulta impecable por lo mucho que hablan y transmiten los cuerpos de los actores de sus personajes, más allá de las palabras. Aparte de lo comentado ya sobre Ulldemolins y Benito, el reparto lo completan un abatido y perturbado Víctor Pi, un Joan Carreras perplejo y seducido a la vez, y dos jovencísimas actrices, Gala Marqués y Carla Schilt (que alternan funciones interpretando al mismo personaje), que deben rondar los diez años y otorgan una veracidad al montaje que, dada su temática, es inevitable que el público se sienta ligeramente incómodo y temeroso cada vez que la niña aparece en escena acompañada por cualquiera de los adultos con los que la comparte.
También acertadas resultan la escenografía en dos términos de estéticas tan diferentes como la de época y la sutilmente futurista, obra de Alejandro Andújar; las realizaciones de vídeo de Joan Rodón para potenciar el impacto tecnológico; y la combinación sonora y lumínica, a cargo de Damien Bazin y David Bofarull, respectivamente.
En definitiva, una apuesta que invita a la reflexión, plagada de temas candentes dignos de debate y que apelan directamente a la sociedad y al posible futuro hacia el que nos encaminamos, con la calidad artística habitual de los montajes producidos por el Lliure, donde puede verse hasta el 16 de octubre.
