El antropológo salvadoreño Juan José Martínez D’aubuisson pasó un año viviendo el día a día con una de las clicas de la Mara Salvatrucha en Mejicanos, municipio del departamento de San Salvador. Conoció de cerca a todos esos chicos desarraigados de barrios pobres que han encontrado en la violencia y en el tribalismo su refugio ante la sordidez y la miseria que les rodea.
Cuando vi el documental del asesinado Christian Poveda, La vida loca —espeluznante documento sobre la pandilla salvadoreña Mara 18—, pensé que quizá su archienemiga, la temible Mara Salvatrucha, que intentó abrir sucursales en España, era algo diferente. Me equivoqué, claro. Las maras (en Ver, oír y callar, editado por Pepitas de Calabaza, se desvela el interesante origen del término), comenzaron en Estados Unidos. Los inmigrantes y refugiados salvadoreños que huían de la terrorífica guerra civil de los 80-90 y la crisis política y social de los años 70 se juntaron en pandillas en ciudades como Los Ángeles. En su origen, las maras hacían poco más que escuchar heavy metal. Pero la vida en California no debió de ser fácil. En 1992, al terminar el conflicto armado en El Salvador, muchos salvadoreños volvieron a su país y encontraron un lugar absolutamente destrozado, apenas un desierto de escombros y toneladas de miseria por todas partes. Las maras tenían el terreno abonado para su posterior y espeluznante desarrollo. Los que volvieron de las duras calles de Los Ángeles se juntaron con los hijos de la guerra, dando lugar a las maras como las conocemos hoy.
En este libro, interesantísimo y que sabe a poco, Juan José Martínez D’aubuisson convive con la clica (el equivalente a las ‘ndrine calabresas, por así decir) Guanacos Criminals Salvatrucha, una de las pandillas pertenecientes a la Mara Salvatrucha o MS13, y es testigo de las guerras, las pasiones, el profundo machismo, la homofobia y la temible violencia que rodea sus vidas. Ajustes de cuentas, vidas rotas antes de nacer, gente que huye sin saber que no se puede huir… los acontecimientos en la colina de los Guanacos Criminals Salvatrucha siempre son trágicos, duros, oscuros. Hay un pasaje donde un partido de fútbol de barrio que en un principio abre alguna puerta a la esperanza se nos dibuja como un territorio, el campo de juego, no menos hostil que cualquiera de las calles de Mejicanos.
Estos cuadernos de campo del antropólogo adquieren especial interés cuando el autor acude a una exposición de las piezas de graffitti de los pandilleros fotografiadas por un francés. Gentes de clase alta y muy alta admiran el arte de las maras y se preguntan si no podrían ejercerlo libremente fuera de su entorno, con el talento que tienen, ignorando que ese arte es fruto de su entorno y de su clase social.
Hay poco lugar para la esperanza en el barrio de los Guanacos. El Destino, uno de los pandilleros más viejos, que ejerce labores de anciano relatando las leyendas mitológicas sobre la pandilla, parece harto de la violencia. Se obsesiona con un horno de pan, intentando apartarse de las calles sin dejar de estar con la mara, lo que recuerda el documental de Poveda, en el que la panadería intenta forjarles un futuro sin violencia a los chicos y chicas del Barrio 18. Pero es inútil, el Destino no puede huir. Nadie puede en El Salvador.
Los Guanacos Criminals Salvatrucha saben que sus vidas serán cortas. Aunque parecen asumirlo, y estar orgullosos de ello, a pesar de creerse poderosos, a pesar de que el gobierno de Estados Unidos considera a la MS13 un peligro para la seguridad nacional, saben que su poder es, en parte, ficticio. Como el Destino, no pueden huir. El destino es la muerte.
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miembros de la Mara Salvatrucha encarcelados en San Salvador (Reuters).