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Volver a los orígenes: la poesía de Alejandro López Andrada

entrezarzas

Un libro bien editado siempre se lee con gusto. Es el caso de esta obra del cordobés Alejandro López Andrada que la editorial Berenice acaba de publicar en su colección «Contemporáneos».

Entre zarzas y asfalto (diario inverso) es el título de un poemario en prosa donde el autor realiza un viaje —físico e interior— a su pueblo, a su infancia y a sus orígenes. Es un viaje real, pues regresa cuarenta años después y, paseando por sus calles, rememora escenas y sensaciones que vivió. El viaje, de hecho, finaliza en el último poema, cuando deja el campo y regresa a la ciudad. Se entiende así el subtítulo dado de «diario inverso», porque el libro está escrito a posteriori, a la vuelta del trayecto, y porque va de la madurez del ahora a la infancia.

El poeta es un observador y determinados poemas son en ocasiones una escena o recuerdos llenos de sensibilidad: «Tres vasos de pitarra» (p. 27), por ejemplo, es un poema donde se le invita a tomar un vaso de vino en compañía, como en los viejos tiempos: entonces, uno de los  amigos, que vuelve tras llenar los vasos en la tinaja, «trajo en silencio desde la cocina un pedazo de tiempo entre los dedos».

Las sinestesias y las imágenes son frecuentes en su poesía, con un estilo sentencioso que en ocasiones roza lo aforístico: «La vida es una mano que saluda, rodea una esquina lánguida y se va».

Lo autobiográfico, el recuerdo de lo que fue y ahora ha desaparecido, es también una constante en la obra, como cuando, mientras pasea, se pregunta por el tópico ubi sunt y señala: «Lo que antes vislumbramos ya no está» (p. 93); «¿Quiénes fuimos? Se diluyeron todos los amigos de aquella edad de moras y candiles […]. Sé que estoy solo» (p. 87).

El padre fallecido es otro tema recurrente, y la infancia un elemento vertebrador del poemario, pues aparece de manera constante en todo el libro: «Voy por la calle en que creció mi infancia» (p. 80); «las piedras del camino de la infancia van penetrando en mi alma y se hacen luz» (p. 113); asimismo el campo, representativo de aquellos años que parecen agolparse en sus recuerdos: «Abrazo el campo y entra en mí el silencio» (p. 57). La naturaleza, la familia —padre, madre, abuelo— y el retorno a la infancia son, pues, los ejes que estructuran el poemario; una síntesis de todos estos aspectos se encuentran en el poema «Dos gorriones» (p. 97), que además da pie a la ilustración de la cubierta:

«Ropa tendida al sol. Qué nitidez de cielo desnudándose en los áticos. La infancia de repente ha regresado. Dos gorriones vienen a saludarme. […] Cuánta paz dormita en lo sencillo: los gorriones son filamentos de oro frente a mí. Sus saltos diamantinos me conceden la nítida emoción de lo que he sido, los ojos tan azules de mi madre, los dedos de mi infancia, la humildad.»

Como muestran sus versos, su visión, aunque melancólica, es serena, y, como en Guillén, existe el gozo de vivir cada día, lo cotidiano. Y en ocasiones incluso va más allá: la «ebriedad de amor» que aparece en algún poema (p. 149) bien podría también recordar a Claudio Rodríguez.

Esta visión serena y reflexiva quizá también pueda encontrarse en otros de los poemarios del autor, pues este es propiamente el séptimo publicado; sin embargo, eso deberá descubrirlo el lector por sí solo (si así lo juzga conveniente), en el orden —cronológico o inverso— que desee.

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