José Domínguez Muñoz, más conocido como «El Cabrero», siempre me pareció un personaje de un spaghetti-western de Sergio Leone. Ataviado de negro riguroso, con el pañuelo al pescuezo, el sombrero de cowboy y las botas camperas llenas de tierra, podría haberse enfrentado perfectamente a Lee Van Cleef en un círculo imposible al ritmo de Ennio Morricone.
Si bien «El Cabrero» no es el único cantaor que ha utilizado el arte jondo para cantarle a los pobres y a las injusticias, el caso de Domínguez Muñoz es el más significativo de todos, pues en su persona se dan la mano el anarcosindicalismo, el cante puro y la ruda realidad de un auténtico cabrero que prefiere estar con su rebaño que grabando discos. En ese aspecto, difiere de los antihéroes de Leone, aquellos ladrones de dudosa moralidad capaces de vender a su madre por unas cuantas monedas. Cuando «El Cabrero» ha pasado la noche en el calabozo, ha sido por defender sus ideales y no claudicar ante las injusticias. Sirva para reseñar la singularidad del cantaor que en 1982 fue condenado a pasar dos meses de prisión mayor por blasfemia. José Domínguez no cree en Dios, lo que es ya en sí una excepción en el mundo del flamenco. Durante una actuación en Alcolea (Córdoba) en 1980, era consciente de que no tenía voz para cantar esa noche, algo de lo que avisó. Ante la insistencia del público, intentó cantar, pero la voz se le quebró. Los asistentes empezaron a hacer burla imitando el sonido de las cabras, y José abandonó el escenario al grito de «me cago en Dios», lo que al parecer ofendió a alguien en el público que dio parte a las autoridades. Posiblemente su rebeldía le ha servido para forjarse una leyenda y, paradójicamente, para no haber alcanzado el éxito monstruoso que alcanzaron otros. A pesar de ello, ha cantado en Estados Unidos, en una gira con Peter Gabriel, o en París. Su cante no tiene absolutamente nada que ver con flamenquitos ni fusiones, es un cantaor de verdad, de raíces, y un hombre pegado a un rebaño de cabras.
Algunas de estas anécdotas se entrelazan en la novela Debo ser muy buena presa cuando tengo tantas escopetas apuntándome, del periodista y músico Eduardo Izquierdo, habitual en las páginas de Ruta 66. El libro, editado por Lupercalia, es un curioso pastiche cuyo tenue hilo conductor es la historia de un periodista norteamericano de ascendencia española que trabaja en Rolling Stone y desea hacer un reportaje sobre El Cabrero. No estamos ante una biografía: las anécdotas relatadas son fruto del recuerdo de las historias que el abuelo del autor le contaba sobre el mítico cantaor y de las noticias sobre sus detenciones. En sus páginas encontramos letras de «El Cabrero» o cantes tradicionales que también ha cantado, y docenas de referencias que intentan establecer algún paralelismo entre Bob Dylan, el combativo Woody Guthrie o el maravilloso bluesman texano de triste final, Leadbelly.
El retrato de «El Cabrero» que ofrece la novela de Izquierdo, mostrando al cantaor como el equivalente andaluz de músicos norteamericanos socialmente comprometidos, es acertado (aunque desde luego, no por afinidad musical), pero en este país tener una postura política definida, sin fisuras, no suele dar para vender millones de discos. Una imagen de la novela, la del adolescente José Domínguez escuchando canciones de Ennio Morricone en una Jukebox, idealizando al héroe flamenco como el solitario y silencioso vaquero de la trilogía del dólar de Sergio Leone, deja bien a las claras que aquí la realidad sólo importa a veces, y que es una novela que pretende trazar la silueta del héroe. Pero quizá esa silueta se diluye en sus escasísimas páginas a las que les cuesta abarcar la enorme figura de uno de los mejores cantaores de la Historia.