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Cosmogonía robótica según Stanislaw Lem

¿Cuál es el origen de nuestro mundo? Pudo ser una explosión de materia, pudo ser Gea (a la que hijos, nietos y bisnietos quitaron protagonismo), pudo ser un dios aburrido y vengativo que descansó al séptimo día o pudieron ser unos seres aparentemente frágiles, pero ignominiosamente violentos, que creyeron ser dioses sobre las otras criaturas de su mundo. Los seres humanos, fervientes defensores de su superioridad, comenzaron a soñar con crear vidas mecánicas a imagen y semejanza: los robots. Los demiurgos, temerosos de sus creaciones, impusieron tres leyes:

  1. Un robot nunca hará daño a un humano ni por acción ni por inacción.
  2. Un robot debe siempre seguir las órdenes de los humanos, a no ser que incumplan la primera ley.
  3. Un robot debe proteger su existencia, siempre y cuando no incumpla las dos primeras leyes.

«Pues esa criatura tiene en su interior un gran número de tubos por los cuales circulan diferentes tipos de líquidos; dichos líquidos son de color amarillo y perla, pero en su mayoría son rojos y transportan un veneno terrible al que llaman oxígeno; dicho gas transforma en herrumbre o en llamas todo lo que toca. […] Suplicamos a su majestad que renuncie a la idea de traer un Homo vivo, pues se trata de la criatura más peligrosa y dañina que existe».

No se me ocurría una introducción mejor para comentaros que he leído Fábulas de robots, todo un clásico de la ciencia ficción que vuelve a España de la mano de las preciosas ediciones de la editorial Impedimenta. Lem, en todo su esplendor creativo, deja sobre la mesa un libro que bien podría ser leído en la clase de Cultura Clásica de las universidades de los planetas donde habitan los robots. Y es que los relatos presentes en el libro entran, sin duda, en el género de la fábula, pues cuentan con su moraleja y educan a través de las aventuras de sus héroes y heroínas, pero, además, me ha parecido estar ante esas epopeyas que conforman nuestro imaginario colectivo y que colocan a los héroes a merced del castigo de los dioses.

En Fábulas de robots Stanislaw Lem les otorga a nuestras creaciones mecánicas una cosmogonía propia que no se explica desde las supersticiones. Todo mito robótico comienza y termina en las pasiones humanas (aprendidas de los creadores), pero, sobre todo en la física, la química o en la biología. La ciencia es el hilo conductor de las epopeyas mecánicas.

En estos relatos hay princesas que acaban dormidas por la culpa de una rueca (o por su ausencia), hay guerras atroces, hay héroes indestructibles con un talón (pero este no es de Aquiles), hay comienzos, hay finales, nacen civilizaciones y otras son condenadas al olvido, pero lo que siempre permanece es el movimiento de las partículas del universo que dan vida a los robots y, dicen, que también a sus creadores.

«Pero hay un hecho cierto y es que el gigante Cosmolud de Gigaciano se rompió en una infinidad de pedazos por culpa del rubí de Micromil y todos esos fragmentos siguen volando hasta hoy en todas direcciones. Y si alguien no lo cree, que pregunte a todos los sabios si no es cierto que todo lo que existe en el cosmos gira incesantemente alrededor de su eje como una peonza; pues todo empezó con esa vertiginosa rotación».

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