Leer a Amado es entender que la novela es una adivinanza del mundo, que representa una parte de la realidad, del modo que lo hacen los sueños, anoto. Esta idea circula por las venas de la literatura universal. El literato es en definitiva un creador de un mundo que existe por sí mismo. Considerando esto, acabamos por llegar a Ilhéus: un espacio narrativo, todo un universo que viene a emparentarse con el territorio de la Mancha cervantino, con la Santa María de Onetti o con el Macondo de García Márquez, y que no está lejos de Cacau y alrededores.
Gabriela, clavo y canela pertenece a la segunda época literaria de Jorge Amado, justo cuando abandona el Partido Comunista Brasileño. Aparte de la mencionada, existen dos novelas más publicadas por el escritor que aluden a sendas figuras femeninas: Doña Flor y sus maridos (1966) y Tieta Agreste (1977). Alguien atacó al autor, en aquellos años, de recrearse de manera excesiva en la ley de los contrates fuertes evitando hacer notar su compromiso político. Mi contestación: el escritor está por encima de todo dogmatismo político militante.
Amado comprende entonces que toda interpretación de un texto antropológico y cultural tiende a ampliar su sentido. Consigue, por ejemplo, que la picaresca se infiltre dentro del corpus de la novela, desplazando su eje si es preciso hacia un humor popular, que no costumbrista. Nuestro autor se autocuestiona por medio de la risa, deja de tomarse en serio, abandonando tonalidades grisáceas; de tal modo que su escritura se torna sutil y efectiva al tiempo, aprovechando si es preciso componentes carnavalescos propios. Ese espíritu carnavalesco afecta a sus personajes, que en sus delirantes vivencias divagan desde un realismo que parte de lo cotidiano a un aliento poético singular, caminando desde lo primario a lo sutil, siempre gracias a las múltiples vías que aporta un lenguaje coloquial y vivo, irónico y hasta esperpéntico.
Ese lirismo que hemos apuntado permite a Amado transmitir las cualidades del pueblo brasileño, su ternura, su sensualidad sin malicia, esa alegría envolvente, el primitivismo. En definitiva, un vitalismo que nace del mestizaje, de los ritos y su profunda emoción, de las raíces, de la religiosidad, de lo cultural. La ficción llega a superar al simple documento, lo derrota. En cierta manera el populismo tiende hacia una libertad global, quedando en cierto modo encerrado en su tiempo, en su gente, en su tierra, en el propio conflicto de Cacau y sus abusadores. La épica narrativa no llega a trascender del todo y queda reducida a la pura tragedia. De ahí que las evocaciones quiméricas constituyan una visión global, prácticamente exhaustiva, sin duda apegada a la tierra y a los conflictos que surgen del narrador.
La riqueza, la libertad, la idea de mostrar no juzgar, pese a adentrarse en la disección social habitan en Gabriela. En esta novela -Alianza Editorial nos ofrece una magnífica edición- lo moral y la nobleza de espíritu, así como la villanía y la maldad no son frutos de la riqueza o la pobreza, sino de la voluntad y el carácter de cada quien. Gabriela es el espíritu que empapa la tierra y condiciona finalmente la vida de sus habitantes.
En la imagen principal, Sonia Braga como Gabriela (adaptación cinematográfica de 1983). Fuente de la imagen.