
Se estrenó en el prestigioso Festival Temporada Alta de Girona, donde las propuestas, dada la gran oferta tanto nacional como internacional, pasan volando y se pueden ver sólo durante un día o un fin de semana. De modo que es una suerte que este montaje pueda verse ahora en el barcelonés Teatre Akadèmia hasta el 4 de diciembre, porque habría sido una verdadera lástima perdérselo. Se trata de Les cadires (Les chaises), de Eugène Ionesco, el maestro del teatro del absurdo, reconocido por títulos tan célebres como La cantante calva o La lección.
La obra, escrita en 1951, no se aleja del existencialismo francés tan en boga en aquellos años, y pone de manifiesto no sólo la absurdidad de la existencia, sino también la imposibilidad de la comunicación, del lenguaje, y la inevitable soledad del individuo. Para ello, Ionesco se sirve de un matrimonio de ancianos que custodian un faro y que pasan sus días contándose historias y que, hoy, van a recibir a un sinfín de personalidades, amigos y conocidos, ya que él debe transmitirles un mensaje de suma importancia, un mensaje que va a cambiar el rumbo de la humanidad. Como considera que no tiene el don de la palabra, ha incluso contratado a un orador para que discursee por él, para asegurarse de que el mensaje llega a los espectadores. Y para recibir a tanta gente, van a necesitar muchas, muchas sillas.
Esta farsa trágica, como la denominó el propio autor, encierra un elemento de gran complejidad: hacer visible lo invisible. Y no se trata de una cuestión de imaginación, ni de un recurso escénico en tiempos de crisis, nada más lejos. Se trata de poder ver, no ya a través, sino con los ojos de los personajes. De meterse de lleno en su acción. Se requiere, para ello, de dos intérpretes sobresalientes y de una dirección inteligente y sensible. Y he ahí lo mejor del montaje, que es que cuenta con esos dos (o tres) pilares: los intérpretes y la dirección.
Carles Martínez y Míriam Alamany, habituados las últimas temporadas a trabajar juntos (les pudimos ver en el Vells temps de Pinter, o en Maria Estuard de Schiller, ambas con dirección de Belbel), hacen un trabajo más que sobresaliente. Encarnan a la pareja de viejos llenándoles de tonalidades. Martínez domina el escenario, lo inunda de energía, igual que inunda de vida al personaje del viejo; Alamany dibuja una vieja entre coqueta, alocada y perdida; ambos entrañables. El joven orador, interpretado por Martí Atance, aporta el contraste clave al final de la pieza.
Todo dirigido al detalle, de forma sutil, y con gran inteligencia escénica por Glòria Balañà i Altimira, que nos ofrece un magnífico Ionesco que rebosa de vida, que hace posible lo que pudiera parecer imposible, y sin grandes artificios. Para muestra, ahí está el clímax de la obra, cuando en el escenario no cabe ni un alfiler y los protagonistas sacan sillas sin cesar al son de Shostakovich. También el resto de elementos funciona acorde con la propuesta, no hay nada excesivamente subrayado o chirriante, ni la acertada iluminación Alberto Merino y Gerard Orobitg, encargados también de la escenografía; ni el espacio sonoro de Àlex Polls; ni la caracterización y el vestuario de los personajes, diseñados por Toni Santos y Mariel Soria, respectivamente.
Siempre es reconfortante comprobar que siguen llevándose a escena clásicos contemporáneos con tanto cuidado, gusto y savoir faire como destila este montaje de Les cadires de Glòria Balañà, con dos actores en estado de gracia. Es una pequeña delicia teatral.