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‘El escombro fluorescente’: entrevista a Sergio C. Fanjul

Imagen de Sergio C. Fanjul

La Huella Digital agradece enormemente a Sergio C. Fanjul y a la editorial Letraversal la entrevista que nos han permitido realizar y el tiempo que nos han dedicado.

Asimismo, agradecemos a Rocío Martínez sus interesantes preguntas surgidas a raíz de la lectura de la última obra del autor: El escombro fluorescente.

El escombro fluorescente es una obra cargada de política y melancolía, pero también de humor y extrañeza. Un mapa emocional y social de la “clase media urbanita” contemporánea, escrito con una mirada que mezcla lo íntimo y lo colectivo, lo documental y lo fantástico. Un poemario que, en plena madurez creativa de su autor, funciona como crónica generacional y como espejo en el que se refleja el vacío brillante de nuestras ciudades. Hablamos con el autor:

Fuera del periodismo has trabajado la narrativa, el ensayo, la poesía… ¿En alguno de estos espacios te sientes más cómodo? ¿Cómo cambia tu manera de contar el mundo cuando lo haces en un poema y no en un artículo? ¿Crees que la poesía todavía puede ser un espacio de resistencia frente al ruido político, mediático y tecnológico?

La poesía es un espacio de resistencia casi por necesidad: es un género con mucho prestigio, pero casi sin visibilidad o lectores (aunque sean, dicen, los mejores). Así que dentro de la poesía casi solo cabe la resistencia, que puede ser exitosa en lo literario pero que seguro que fracasa en todo lo demás. En mi caso, tengo la sensación de que reparto mis obsesiones por los géneros según tenga la oportunidad o el ánimo, y trato de que haya algunas migas de poesía en todo, columnas, ensayos, etc, no solo dentro de los poemas. La poesía más que en el verso está en la mirada. Llevaba mucho tiempo sin publicar un poemario; lo que más valoro de la poesía-poesía es la libertad para el desparrame y la experimentación, la carencia de rigor, el que todo valga (aunque no todo salga siempre bien). 

Has escrito largo y tendido sobre ciudades; no en vano fuiste «paseador oficial de la Villa» para el festival Veranos de la Villa del Ayuntamiento de Madrid. ¿Qué es lo que más te fascina de escribir sobre ellas? ¿Crees que la clase media urbanita, de la que hablas con frecuencia, está viviendo su ocaso o simplemente una transformación inevitable?

Creo que escribo de la ciudad porque soy una persona que escribe sobre lo que tiene delante. Si viviera en el campo, escribiría del campo. Me gusta convertir la realidad, sea eso lo que sea, en letras. Aun así, la ciudad es fascinante porque es todo a la vez, una tapiz lleno de hilos: historias, personas, luchas, placeres, un artefacto complejo que creamos los seres humanos pero que parece que ya no sabemos replicar (estoy pensando en los PAUs periféricos o en la destrucción de los centros urbanos). La clase media, que tiene mucho de estado mental, está viviendo un ocaso en general, cuando se da cuenta de que de clase media solo le queda el nombre, que no puede acceder a una vivienda, que difícilmente puede disponer de su tiempo con libertad o que le es imposible ver el futuro. Hay un gráfico muy célebre, el diagrama del elefante, popularizado por el economista Branco Milanovic, que muestra cómo las grandes perdedoras de la globalización son las clases medias occidentales y que han ganado las clases medias de otros países emergentes, como China. Y por supuesto, los ricos, que siempre ganan. Se nos prometió un futuro brillante y ahora, vaya chasco. De esa frustración surgen las opciones de extrema derecha.  

¿Hay algún gesto cotidiano —un paseo, un bar, un detalle en la calle— que para ti resume mejor la contradicción de vivir en una gran ciudad hoy?

La contradicción es que yo vaya a comprar sandía al mercado de San Antón, en la frontera norte de Lavapiés, y cuando estoy en el puesto de fruta exterior pase un tuk tuk lleno de turistas y el guía diga: «He aquí un  vecino haciendo la compra». Y saquen los móviles y me llenen de fotos. O que haya tours guiados donde los turistas van con auriculares y bailando, como si fuera aquello una discoteca. O que las cafeterías de café de especialidad parezcan celdas de la cárcel de alta seguridad de Bukele, en El Salvador, y que la gente siga yendo, pensando que es guay. Es decir, la contradicción entre la función real de la ciudad, que es la convivencia y la mezcla de usos, y el monopolio urbano del turismo y el cosmopaletismo. 

En el libro se presentan imágenes de la decadencia: (“Lo imaginaron algunos escritores de los 80:/ un futuro distópico / cercano, perfectamente verosímil,/ donde el desarrollo tecnológico desbocado/ convive con altos niveles de desigualdad/ de pobreza/. High tech, low life”.) ¿Cómo dialoga tu escritura con el presente de crisis múltiples —climática, social, política—?

Tengo la teoría de que ya vivimos en el mundo ciberpunk que imaginaron autores como William Gibson o Bruce Sterling, como el que se ve en Blade Runner: grandes corporaciones que son más poderosas que los estados, una red global que lo vertebra todo, crecientes desigualdades, megaurbes, pelos de colores y ciborgs (el móvil nos hace ciborgs). La diferencia es que la estética ciberpunk es decadente y el mundo que se nos presenta es hiperdiseñado y Mr. Wonderful, lo que es aún más perverso, porque se nos edulcora la realidad de las cosas, como una especie de caverna de Platón convertida en una revista de tendencias. En el libro hablo de esto y de la policrisis que se nos presenta: allá donde mires algo va mal, y es algo muy grave. Cambio climático, amenaza nuclear, peligros tecnológicos, genocidio, auge de la extrema derecha, problemas habitacionales… Dan ganas de dejar de leer la prensa y las redes, pero en mi caso es imposible: es mi trabajo. 

El escombro fluorescente se siente un retrato de la vida adulta como un inventario de expectativas frustradas. ¿Cómo convives, como escritor y como persona, con esa sensación de desencanto?

Llegar a adulto, en mi caso a la mediana edad, significa un desencanto fundamental: darte cuenta de que el tiempo pasa, de que no eres infinito, de que te vas a morir, y de que ya puedes estimar mentalmente lo que te queda de vida, porque es más o menos lo que has vivido. Y eso si tienes la suerte de llegar a la media de esperanza de vida. Mi próximo libro, que aparece en noviembre, es Cronofobia (Arpa) y es un ensayo raro sobre el tiempo, el paso del tiempo y el miedo al paso del tiempo. Ese el desencanto personal. El desencanto colectivo es el que te decía antes: que se ha truncado la siempre criticada idea de progreso, que el futuro está abolido. 

Tus poemas parecen funcionar como crónica generacional; de hecho, haces alguna alusión a la generación Z. ¿Qué huella crees que ha dejado en tu (nuestra) generación la mezcla de precariedad, fiesta y desengaño? ¿Qué esperas que vea reflejado un lector joven en El escombro fluorescente?

Creo que la generación Z lo tiene muy crudo, y esa crudeza es la que se refleja en los poemas del libro, la que viven los protagonistas Bronwyn y El Astrónomo. La humanidad en general lo tiene muy crudo, pero especialmente los jóvenes, porque sus condiciones materiales son malas, sobre todo si no tienen una buena herencia en el horizonte. Ahora, a raíz del libro de la periodista Analía Plaza [La vida cañón], se está hablando mucho de esa brecha generacional entre boomers y jóvenes. Pero, más allá de lo material, hay un tema conceptual esencial: los jóvenes viven enfocados al futuro, son potencia que no ha llegado al acto, son futuro, pero no consiguen verlo. Yo tengo una hija de cuatro años, creo que ya es la generación alfa, y también pienso mucho en ella y en si ha tenido sentido traerla a este mundo tan cruel. Por eso intentamos hacerla muy feliz en su infancia (sin “malcriarla”, como se decía antes), porque luego sabemos que las cosas vendrán mal dadas. Pero, en fin, supongo que traer a nueva gente aquí es también un acto de esperanza. 

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