«El arte es un espejo de su época», escribió Peggy Guggenheim en las memorias que acaba reeditar Lumen con el título Confesiones de una adicta al arte (1.ª ed., 2002, 2.ª en 2024). La suya fue una vida por el arte y la belleza, como testimonia su fundación en Venecia, un exclusivo palacete cerca de la ponta della dogana que fue su vivienda durante décadas y museo de su colección de arte (hoy uno de los puntos de visita obligada en la ciudad).
Peggy Guggenheim (Nueva York, 1898-Padua, 1979) nació en el seno de una familia judía muy acomodada. Su padre, Benjamin Guggenheim, que murió en el hundimiento del Titanic de 1912, había obtenido su riqueza de las minas de plata y plomo de su abuelo en la Suiza alemana, negocio que continuarían sus tíos; su madre procedía de una de las familias de banqueros estadounidenses más importantes.
A pesar de su riqueza, su infancia fue infeliz y su adolescencia triste, sin apenas contacto con otras personas. Esto la movió a independizarse pronto y, desde 1921, dejó Nueva York y marchó a Europa. Se casó con el pintor Laurence Veil y en París formó parte del ambiente artístico y bohemio de Cocteau, Man Ray, Brancusi y Marcel Duchamp (aunque no dejó de vivir en el lugar más exclusivo de la ciudad, la Île St-Louis).
Compradora de hasta «un cuadro por día», creó varias galerías de arte, en Londres y Nueva York, donde promovió el arte moderno e impulsó la carrera de los primeros artistas del expresionimo abstracto, como Jackson Pollock y Robert Motherwell. Vivió el momento cumbre de las vanguardias del siglo XX y por sus manos pasaron algunas de sus obras más representativas, en ocasiones compradas directamente a los mismos pintores y escultores: Delaunay, Kandinsky, Leonora Carrington, Ernst, Calder, Arp, Brancusi, Mondrian… Sus memorias, son, así, un recorrido por la vida de los artistas de los años 20 a 40 o una historia del arte de entreguerras contada desde dentro.
Las memorias enganchan y están escritas con sentido del humor, pero, como todas las autobiografías, es su visión de los hechos: faltaría conocer la de otros. En todo caso, nos muestran las manías y miserias de algunos artistas (pobreza, alcoholismo, excentricidades): cuando vemos sus cuadros en museos, olvidamos que fueron personas con sus debilidades y grandezas.
Las memorias llegan hasta 1959, año en que se inauguró el edificio de Nueva York diseñado por el arquitecto Wright que albergaría la colección de pintura abstracta (Museum of Non-Objective Painting) de su tío Solomon, también coleccionista, hoy rebautizado Museo Guggenheim y patrimonio de la humanidad.
El arte de los últimos años ya no le interesaba: la explosión de las vanguardias que había vivido eclipsaba cualquier desarrollo anterior, y la especulación económica se había adueñado del arte: ella vivió «en una época en que los precios eran aún normales, antes de que el mundo de la pintura por entero se convirtiera en un mercado de inversiones» (p. 92). Unos ejemplos: una obra de Motherwell de la serie «Elegies to the Spanish Republic» se llegó a vender en 2019 por casi trece millones de dólares, y otra de Pollock, en 2006, por 115 millones de euros.
Sin duda, la lectura de sus memorias son muy recomendables, y la prueba es que se han publicado en otras lenguas además del inglés.
Quien esté interesado en saber más de la vida de esta apasionante mujer y poner imágenes al libro, puede ver la película Peggy Guggenheim: Art Addict, dirigida por Lisa Immordino Vreeland en 2015, consultar la web de la Fundación Guggenheim de Venecia o, más cerca, el catálogo de la exposición Obras maestras de la colección Guggenheim: de Picasso a Pollock que hubo en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 1991.