El 6 de julio de 1988 la plataforma petrolífera más grande del mar del Norte, la Piper Alpha, explotó por una (probable) fuga de gas para, horas después, hundirse en el fondo marino. Ciento sesenta y siete hombres murieron y los setenta y tres restantes resultaron heridos. Es el accidente más grave sucedido en una plataforma de Reino Unido y uno de los más trágicos de la historia. Las condiciones de los hombres que trabajaban allí eran casi inhumanas y lo siguen siendo en las plataformas que continúan en funcionamiento. En El estado del mar, la escritora Tabitha Lasley retrata este tipo masculinidad exacerbada y anacrónica en contraste con su propia feminidad liberada e hija de un tiempo de avances sociales. Libros del Asteroide trae a España este esperado libro de metaficción que se lee como novela. Es imposible que deje indiferente a nadie.
Es El estado del mar un libro cimentado sobre varias crisis. La primera es la de su propia autora que, entrada en la treintena y salida de una relación complicada, deja su trabajo como periodista en Londres y alquila un apartamento en Aberdeen (Escocia) durante seis meses para escribir una obra sobre el trabajo en las plataformas petrolíferas, pero, sobre todo, sobre los hombres que trabajan en ellas. La segunda es la de las propias plataformas, que comienzan a cerrar de manera paulatina porque el capitalismo salvaje que las creó observa una crisis en el modelo y busca alternativas. Esto repercute directamente en la clase trabajadora de la Escocia del mar del Norte, que ha vivido en una burbuja económica que amenaza con estallar.
Con estos problemas en el horizonte, la presencia de Tabitha Lasley en Aberdeen se presenta como una crisis para estos hombres hoscos y violentos sumidos en la soledad de un trabajo que les ha proporcionado una vida de cartón-piedra con unas familias que, como si fuesen los relucientes años cincuenta, vienen con electrodomésticos de última generación utilizados por amas de casa convencidas de que esa es la mejor vida que podrían tener.
«Estos hombres hablaban de casa con la nostalgia del exiliado, con la perspectiva distorsionada por la distancia. El hogar que echaban de menos eran casas de muñecas, con las mujeres y los niños dentro colocados como en un retablo. Me impresionó curiosamente que muchos confesaran sus aventuras, la variedad de matices de relación que tenían en la cabeza los hombres casados. […] Y todo el mundo tiene derecho a cometer un desliz. Yo lo hago todo por ella, y ella no lo aprecia. No soporta que haga nada que a mí me guste. Es celosa, es controladora. No tiene ni idea de lo mucho que trabajo […] De vez en cuando preguntaba a estos hombres por qué se habían casado. Siempre me daban la misma respuesta. Ningún hombre quiere casarse. Se casan siempre por ellas».
Este tipo de familia es la que tiene Caden, el personaje con el que Lasley mantiene durante un tiempo una relación extramatrimonial. Y digo personaje porque la propia autora advierte de que, aunque basado en sus entrevistas y experiencias en Aberdeen, “cualquier parecido con personas, vivas o muertas, es pura coincidencia”. De hecho, tengo la intuición de que Caden podría ser el resultado de unir más de una persona y experiencia en un mismo personaje. Y, si así fuera, me parecería una fórmula tan inteligente como el conjunto del libro, pues creo que el retrato de la masculinidad que la autora quiere mostrar se define mejor gracias al contraste. Y ya que un rol de género se sostiene gracias al otro, ¿por qué no comparar a esta mujer urbanita, profesional y con estudios y consciente de su identidad con este otro hombre de clase obrera de la periferia sin estudios, sin conciencia de clase y machista hasta la médula? La combinación puede resultar por momentos asfixiante, pero os puedo decir que el absurdo y la acidez de la escritura de Lasley os sacará más de una carcajada.
«Los únicos libros que leía [Caden] eran biografías de barones de la droga y capos de la mafia (y en mi casa había poco de eso); las únicas películas que veía eran documentales sobre la vida de hooligans famosos. Fuimos al cine una vez, a ver la nueva de Mad Max, pero se levantó un montón de veces a por cerveza, palomitas y caramelos, y se perdió la mitad de la película».