Siempre es de agradecer la variedad en las carteleras teatrales, sobre todo cuando esta variedad viene dada por programar montajes producidos fuera de la ciudad o del país. El éxito de público del que gozan los espectáculos internacionales avala el interés de los espectadores catalanes por conocer otros lenguajes teatrales distintos a los que pueden seguirse en la ciudad condal. Del mismo modo, también se agradecen las obras en cartel que vienen de gira desde otras partes de la península o desde la capital y que permiten que se puedan ver, sin desplazarse más que unos pocos kilómetros, piezas como la reciente ganadora del Max a mejor obra (y mejor dirección, autoría, espacio escénico e iluminación), La piedra oscura. Sin embargo, que un espectáculo llegue apoyado por una gira o por un número determinado de actuaciones anteriores no es garantía indiscutible de su calidad.
César & Cleopatra cuenta con grandes nombres del mundo teatral madrileño en el cartel. Emilio Hernández firma el texto; Magüi Mira –de quien pudimos disfrutar en Barcelona a finales de la temporada pasada su delicioso El discurso del rey−, la dirección; y en escena contamos con dos veteranos, Emilio Gutiérrez Caba y Ángela Molina, y dos actores más jóvenes, pero no por ello menos capacitados: Ernesto Arias y Carolina Yuste. Por desgracia, un equipo artístico de grandes figuras sirve de poco cuando la propuesta se basa principalmente en el texto, y ese texto apenas se sostiene.
Hernández apunta una obra a partir del reencuentro en la eternidad de los dos míticos personajes, César y Cleopatra, en el año presente. Curiosamente, ambos han envejecido a pesar de haber muerto relativamente jóvenes, pero es una licencia poética perfectamente concebible. La pareja, ya mayor, recuerda sus aventuras pasadas −momentos en los que sus alter egos jóvenes toman la palabra y recrean las escenas− y divagan sobre la actualidad del mundo y sobre qué podrían haber hecho distinto en sus respectivos dominios, cómo podrían haber gestionado mejor su poder. La moralina a la que siempre ceden, junto con los tópicos que recorren toda la obra, los lemas casi panfletarios en boca de unos personajes que debieron ser cualquier cosa menos pacifistas, y los chistes fáciles y anacrónicos cargan el texto de una pesadez que se contagia a la puesta en escena. La solemnidad y la trascendencia que se le otorga, además, a la palabra, no le juega a favor, sino que aún remarca la superficialidad de los lugares comunes del discurso. Cuando un texto carece de acción dramática, como es el caso, cuando todo lo que relata es meramente descriptivo, debe lograr conectar con el público a través de la emoción o a través del interés por su contenido pero, en este caso, el texto no llega ni mantiene interés alguno.
La dirección resulta poco afortunada en estas circunstancias, ya que la hora y media de función, carente de ritmo, se hace larga. Ni siquiera los interludios musicales de Molina, con sus respectivos intentos de bailes seductores, logran animar una puesta, en lo general, monótona. A los movimientos escénicos, sobre todo los femeninos, les falta organicidad y naturalidad, y los actores, aunque defienden con una convicción loable sus papeles, resultan difíciles de creer. Sobresale, sin embargo, Gutiérrez Caba, auxiliado por sus años de experiencia, así como la solvencia de Arias y el empeño de Yuste en algunas escenas. Ángela Molina, en cambio, se ve excesivamente forzada en su papel. El espacio escénico tampoco ayuda demasiado, por su simplicidad, pero sí resalta en el juego de luces que crean los distintos ambientes.
Con algo de suerte, tal vez podamos disfrutar en la cartelera barcelonesa de otro montaje de Mira, más acertado, o de interpretaciones más lucidas, en las que los actores puedan brillar más. Y ojalá sea también en el Romea, teatro que, por lo general, ofrece una cartelera de calidad y con varias producciones de fuera, como se ha podido comprobar en la programación de esta temporada.