Vísperas de la beata Virgen es una partitura sacra del siglo XVII compuesta por Monteverdi, tal vez de sus más célebres. Pero es también el tercero de los «cuatro actos profanos», la tercera parte de la «tetralogia della cura», del dramaturgo italiano Antonio Tarantino. Este heterodoxo autor se inició en la escritura teatral a los 55 años, tras una trayectoria en el mundo de la pintura. Su nombre apareció de repente en el panorama dramático cuando ganó el prestigioso premio Riccione Ater de teatro por las dos primeras piezas del ciclo, Stabat Mater y La passione secondo Giovanni, que se completa con estas Vísperas y con Lustrini. Con esta tetralogía, Tarantino indaga en la tradición grecolatina −revisando los mitos de Medea y Antígona− a partir de los relatos evangélicos y siempre desde el presente, hablando al espectador de este siglo.
El montaje que se ha podido ver de Vespres de la Beata Verge en el Teatre Akadèmia de Barcelona las primeras semanas de este mes de abril –ya estrenado en la Sala Beckett en 2012, pero con sólo cuatro funciones allí− pone claramente de manifiesto la absoluta modernidad del texto. Un texto que colma al espectador por lo abstracto (casi poético) y por lo críptico, y que le requiere una atención constante para engranar en su cabeza las posibilidades de lo que escucha, para llenar los vacíos informativos, para elucubrar interpretaciones diversas a medida que avanza. Aparentemente, el discurso se presenta bajo la forma de una llamada telefónica entre un padre y un hijo a quien da consejos para un viaje, mientras también divaga sobre sus vidas, sus recuerdos, sus experiencias, su entorno familiar… Pero se trata sólo de un recurso con el que Tarantino sirve un monólogo salteado de ideas inconexas, de escenas descritas, de paráfrasis de personajes que no se ven, y que finalmente se intercalará con algún breve diálogo.
Todo ese monólogo no es más que el alud verbal de un hombre en la sala de espera de un depósito de cadáveres donde están realizando la autopsia a un suicida: su hijo. Se encuentra en una ciudad que no es la suya y trata de, en ese diálogo ficticio telefónico, reconciliarse con el hijo que acaba de perder, a la vez que intenta entender los motivos no ya sólo de su muerte, sino también de su vida, y ayudarle en su viaje al otro mundo, al inframundo clásico, aludiendo a un imaginario que el autor presupone en el espectador occidental. Ese padre trata de comprender en la muerte lo que no comprendió en vida del muchacho, y se le nota la estupefacción, el rechazo, la rabia, incluso el miedo, cuando habla del travestismo de su hijo y de la pensión en la que se prostituía. Pero lo que hay en su discurso es, sobre todo, dolor. Un dolor que le empuja a gritar, a escupir esa verborrea agónica, y que fascina al público desde el primer momento.
Obviamente, poco le llegaría al público, a pesar de lo fascinante del texto dramático, de no ser por la excelsa interpretación de Oriol Genís, en todos los aspectos, bajo la batuta de Jordi Prat i Coll, quien firma una dirección arriesgada, en consonancia con el estilo del autor, pero absolutamente certera. Todo en Genís despierta la admiración y capta la atención del espectador, desde su locución hasta sus silencios. El público se sobresalta cuando el resto del escenario que no ocupa el actor principal se ilumina de golpe, por lo absortos que estaban durante la primera media hora del montaje ante la cascada de palabras e información que se reciben.
Si la tarea de captar al espectador desde el primer momento y llevárselo consigo a su flujo de pensamiento no es fácil, tampoco lo resulta la de permanecer en escena, desnudo sobre una mesa de autopsias, inmóvil, muerto, durante más de media obra. Guillem Gefaell, en el papel del hijo, interpela en algunos momentos a partir de la mitad del texto a su padre –hecho que sólo ocurre (o no) en la mente del hombre− y sigue sus indicaciones. Se sirve de una gestualidad sinuosa y totalmente convincente para mostrar su travestismo sin necesidad de ropas, sólo con unos tacones y una prenda interior femenina, y no será hasta el final de la obra que le veamos con el traje al que su padre hace referencia en numerosas ocasiones.
La extrema sencillez del espacio, obra de Ricard Prat i Coll −igual que el vestuario−, no puede ser más propicia, y permite que el juego de luces –a cargo de David Bofarull−, con fluorescentes de pie, aporten todavía más la frialdad reinante ante la muerte. Incluso el olor a plástico que desprende la cortina que encierra al chico queda impregnado en el ambiente. El texto y las interpretaciones quedan reforzadas por estos elementos escénicos, y acompañadas por el espacio sonoro, diseño de Damien Bazin, que se mezcla con la musicalidad de la traducción de Albert Arribas, que mantiene incluso las incorrecciones lingüísticas y los giros propios de un habla popular.
Por todo ello, Jordi Prat i Coll firma un montaje dirigido con maestría y que nos acerca la obra de uno de los dramaturgos contemporáneos italianos más interesantes y dignos de descubrir. Ojalá podamos ver más títulos suyos en nuestras carteleras teatrales próximamente, y que además estén llevados a cabo con tanto acierto como este Vespres de la Beata Verge.