A finales de los años 80, el periodista Carmelo Sardo cubría la temible faida entre clanes mafiosos que tuvo lugar en la provincia de Agrigento, en Sicilia, para Teleacra y el diario L’ora. El periodista no sabía, aunque sí imaginaba que podía ocurrir, que uno de los protagonistas de la guerra entre Cosa Nostra y la Stida se informaba sobre lo acertado de sus actuaciones criminales con sus reportajes.
Giuseppe Grassonelli, alias Antonio, era un delincuente común que siendo muy joven fue enviado a Hamburgo, en Alemania, por su propia familia para evitar que se metiera en más problemas de los que tenía. Allí desarrolló una carrera fulgurante como estafador en el póker y como delincuente común con algunos amigos sicilianos siendo muy joven. Allí vivió a todo trapo, manejando más dinero que el que había manejado su familia trabajadora en Sicilia en toda su vida, motivo por el que le miraban con desconfianza cuando volvía por su tierra. Pero en 1986, se inició la tragedia: Cosa Nostra asesinó a varios miembros de su familia a sangre fría mientras pasaban una calurosa tarde de verano en la calle. El propio Giuseppe Grassonelli fue herido en un pie y tuvo que huír de allí como buenamente pudo, volviendo a Hamburgo, donde pensó con tiempo y frialdad cómo planear su venganza.
Poco podía imaginar Carmelo Sardo que el mismo Grassonelli cuyos crímenes había cubierto en aquellos años se pondría en contacto con él desde la cárcel para dar testimonio de lo ocurrido veinte años después.
Grassonelli no es un pentito, es decir, no es un colaborador de la justicia, motivo por el cual fue condenado a cadena perpetua en un régimen penitenciario durísimo. A sus espaldas, dicen que quedaron trescientos cadáveres y el nacimiento de una organización criminal surgida para la venganza de Cosa Nostra, la Stidda. Cruel y despiadada, la Stidda no tardó en convertirse en un grupo mafioso más, y Grassonelli, que ya era un objetivo de Cosa Nostra cuando dispararon en 1986 contra su familia y él mismo, era el hombre más buscado por la salvaje organización siciliana. Giuseppe, a pesar de no haber colaborado con la justicia después de su detención (otros miembros de la Stidda sí lo hicieron, y viven hoy libres bajo la protección del Estado), su arrepentimiento por lo que hizo parece sincero. En la cárcel, llegó a graduarse en Letras, y es un preso modélico.
Como toda autobiografía de un delincuente, Malerba calla lo que no es conveniente decir, pero aún así la explicación de su vida y fechorías es convincente, y Grassonelli da pelos y detalles sobre muchos de los crímenes cometidos por él mismo y su organización. El libro se lee como una amena novela negra sorprendentemente intensa, y demuestra que, al menos formalmente, Grassonelli parece rehabilitado: entró en la cárcel siendo semianalfabeto y después de años allí estudiando y reflexionando sobre sí mismo, después de haber perdido de una forma u otra a buena parte de su familia por los acontecimientos que se desataron desde aquel fatídico domingo de 1986, Grassonelli y el periodista Carmelo Sardo ganaron la XXVI edición del premio literario Leonardo Sciascia, lo que provocó un pequeño escándalo y la dimisión de uno de los miembros más antiguos del jurado y amigo personal de Sciascia.
El libro plantea el espinoso asunto de si Grassonelli pudo haber hecho otra cosa que lo que hizo. En Sicilia, en aquella época, el Estado no existía por así decir, y, siempre según palabras del autor, hizo lo que hizo para sobrevivir. Hoy, asegura que de verse en la misma situación, pediría ayuda a las instituciones de su país, pero sigue sin colaborar con la justicia.
¿Qué iba a hacer un chico de veintipocos años después de la matanza de su familia en Sicilia? Tal vez Grassonelli no pudo elegir, no pudo escapar a su destino, o la única elección al margen de comenzar una faida, era su propia muerte. De haber sido así, no tendríamos disponible este libro. Dadas las circunstancias que narra, sería osado decir que es una suerte poder haber leído este libro. Piensa que trescientos cadáveres te están mirando al leerlo.