Son las tres. Las tres de una noche oscura y fría, más oscura y fría de lo normal. Creo despertar envuelta en un escalofrío aunque en realidad aún no he dormido. La oscuridad es espesa, palpable, la siento, la saboreo. Me ahoga. Me revuelvo entre las sábanas buscando cobijo pero éstas me expulsan con violencia de su lecho. Las agarro, las fuerzo, las empujo contra mí. Es inútil. Permanezco inmóvil unos instantes, quizá unos minutos, quizá unas horas, quién sabe, el tiempo parece pararse y correr juguetón a su antojo cuando el sueño te abandona.
Son las tres. O quizás ya son las cuatro, o las seis, acaso importa. La oscuridad sigue ahí y no me deja, me mantiene inmóvil postrada en esta infernal cama. Consigo encontrar la fuerza suficiente para levantarme, todo parece diferente, los colores no están, las distancias se han esfumado, ¡cuánto cambia un haz de luz el mundo que conoces!
Me acerco a una ventana y apoyo las yemas de los dedos en el cristal. Gélido y frío y gris como el resto. Mientras allá fuera otros se entregan a Morfeo o se acarician y aman a la luz del cálido tintineo de una vela, aquí estoy yo, creyéndome, egocéntrica e ilusa de mí, el centro del mundo, o al menos de alguno.
Maldita noche, maldita oscuridad que me aprisiona, maldito tú, maldita tu sonrisa, tus manos, tus palabras, tu mirada, tu pelo, maldito tú entero y maldita la hora en la que te dejé entrar en mi cabeza. Maldita locura. Maldito deseo. Sal de mi mente, no vuelvas.
¡Déjame! ¡Lárgate! ¡Desaparece!
Pero a la vez…
no lo hagas.
Imagen: Rakel Kiroga