Todos los estados guardan vergüenzas y cadáveres en el armario. Las gloriosas revoluciones mitificadas desde las instituciones y la cultura popular suelen arrojar tierra sobre las injusticias cometidas en nombre de un ideal, y los héroes únicamente tienen una cara, son planos y de nobles ideales sin matiz alguno.
México no es una excepción. En 1910, Francisco Ignacio Madero González se proclamó en contra del gobierno de Porfirio Díaz, evento que es considerado como el inicio de la Revolución Mexicana.
Una noche de mayo de 1911, las tropas de Madero llegaban a Torreón, región agrícola y algodonera del país, al noroeste, en la Comarca Lagunera. Las tropas de Porfirio Díaz no tardaron en abandonar la ciudad, y durante varios días reinó la anarquía. Los insurrectos saquearon los comercios chinos de la ciudad, y durante esos días tuvo lugar un «pequeño» genocidio de ciudadanos chinos, hombres, mujeres y niños, casi todos ellos originarios de Cantón. 303 personas fueron salvajemente asesinadas.
Los sentimientos xenófobos hacia los ciudadanos chinos y árabes eran bastante comunes antes de la llegada de los maderistas. Los anarquistas llamados Magonistas se asentaron años antes en la región, y acusaban a los inmigrantes cantoneses de robar el trabajo a los nacidos en México.
Este turbio panorama es lo que trata de desentrañar Julián Herbert en su último libro: La casa del dolor ajeno. Esta curiosa pieza de periodismo gonzo aproximándose a un hecho terrible ocurrido cien años atrás, desentierra el racismo antichino de aquella época, que el autor sitúa tiempo años antes de la Revolución. Un caldo de cultivo xenófobo llevaba años gestándose antes del genocidio, emparentándose así con todos los genocidios que en el mundo fueron y son hasta llegar a la terrible orgía de sangre que se desató en Torreón.
Sumergiéndose en las vidas y la historia de la comarca, Herbert ofrece un fresco contundente algo caótico, señalando a los participantes de la matanza, a los supervivientes y sus descendientes, e indagando en la distorsión interesada de los hechos en favor del mito revolucionario, aunque para ello tenga que preguntar a los taxistas.
Una nueva pieza de Julián Herbert, que es quien mejor puede explicar su libro, como hizo en la entrevista que realicé con él no hace mucho:
La masacre de los 303 chinos de Torreón en 1911 es una historia de violencia extrema dictada por el prejuicio, la avaricia, la debilidad de las instituciones y la impunidad de los poderes fácticos. Es también una historia de migrantes que terminan en un par de fosas comunes algunas horas después de que sus cadáveres fueran vejados de maneras indecibles (entre otras, por un desfile triunfal). Y es, por último, la historia de cómo las instituciones mexicanas, tanto diplomáticas como judiciales y legislativas, se las ingeniaron para inventar una “verdad histórica” que exculpara de este crimen a la nación y relativizara el suceso hasta hacerlo desaparecer entre las grietas de la historia. Esto se parece mucho no solo a los crímenes de Tlatelolco o Ayotzinapa o Apatzingán o Chenalhó o Atenco o Aguas Blancas: es, desafortunadamente, una suerte de branding nacional que se repite año con año en nuestros noticieros.
En fin, poco más que añadir. Julián Herbert es uno de los autores más interesantes que conozco en español, y su libro no deja indiferente.