Un sinfín de obscenidades comenzó a emitir aquel individuo. Un Golf azul había quedado cruzado en la calzada por haber pinchado, pudiendo ocasionar un auténtico desastre. Como todos los días, el tráfico mañanero hacía a la gran mayoría de los mortales llegar tarde a sus puestos de trabajo. Para algunos, nuestro primer día.
Bajé un palmo la ventanilla con la vieja manivela que caracterizaba al ZX de mi hermano. El coche se estaba portando la mar de bien, eran trece los años que había cumplido y seguía en pie como un campeón. Tuve que cogerlo prestado ya que el mío había pasado a la mejor vida unos meses atrás.
La brisa me ayudó a soportar los mareos propios del atasco. Pero, en breve, tuve que cerrar la ventana ya que el hedor procedente de la fábrica de celulosa próxima a la carretera no era fácil de tolerar a esas horas.
Tras veinte minutos con el coche parado, el tráfico comenzó a disolverse volviendo todo a la normalidad.
Sentía mi estómago rugir como una fiera aunque hacía escasos cuarenta minutos hubiera engullido dos tostadas acompañadas de un buen tazón de café. Los nervios por comenzar en un nuevo lugar me mantenían en vilo desde el mismísimo momento en que recibí aquel correo.
Lo recuerdo perfectamente. Era martes. Mi programa favorito de cocina acababa de cerrar el capítulo de la semana y me disponía a bajar la basura cuando el ronroneo de mi iPad me hizo soltar las bolsas e ir a mirar qué clase de publicidad me había llegado.
«Nos ponemos en contacto con usted para comunicarle que, efectivamente, ha sido aceptada en nuestro nuevo programa laboral. Consideramos que su perfil encajaría a la perfección con el empleado que buscamos. Estaremos encantados de recibirla el próximo viernes 12 de marzo a las 9 horas en la dirección adjunta»
Me pareció increíble que, en cuestión de setenta y dos horas, confirmaran mi asistencia. Llevaba casi cuatro meses sin empleo y mi desesperación iba cada día en aumento. Llamé a toda la familia para ponerles al tanto de las novedades y aproveché para decirles que no podría asistir a la cena del sábado. Ya era tradición el juntarnos cada semana y compartir novedades. Pero la rutina se rompería si había trabajo de por medio.
Dejando a mano derecha mi habitual desvío, continué recto hasta el kilómetro noventa y dos donde pude circular con tranquilidad ya que el tumulto había quedado atrás, a la entrada de la autovía. Hurgué en el bolso para buscar el papel que enumeraba la dirección de la oficina y otros datos como la indumentaria a llevar o los documentos imprescindibles. Una vez tuve localizado el edificio en mi mente intenté llegar a él, a pesar de que la orientación no era mi punto fuerte. Tuve que consultar el GPS de mi smartphone en dos ocasiones pero al fin llegué sin problemas.
Me situé ante la puerta giratoria esperando que llegara el momento de dar un paso al frente y entrar en ella. Impaciente, miré mi reloj percatándome de que llegaba a deshora. Pregunté en recepción por el señor que me había citado, Andrés Menda. Sin ni siquiera mirarme, la recepcionista me indicó dónde podía encontrar al gerente. Con un antipático «gracias» y una mirada de las que atraviesan el alma, dejé atrás la entrada para tomar el primer ascensor libre. De camino a éste, contemplé asombrada lo lujoso que parecía el hotel. Los suelos eran de un blanco marfil que deslumbraba y las lámparas que colgaban no eran precisamente de Ikea.
Pulsé el número veintitrés que me llevaba al lugar de reunión. En el trayecto, estuve recordando algunas frases de cortesía que no podían faltar en la entrevista tales como «estoy muy entusiasmada con el puesto» o «gracias por contar conmigo, señor Menda», ésto último quedaba algo irónico, así que sería mejor omitirlo. Me arreglé el pelo y el cuello de mi camisa comprobando que todo estaba en orden, debía causar buena impresión.
Ubiqué la oficina de Andrés al fondo del amplio pasillo en el que me encontraba, tragando saliva y con un fuerte golpe que retumbó en toda la sala, llamé. No trascurrieron tres segundos cuando ésta se abrió de par en par para mostrarme la imagen de mi nuevo jefe.
—Buenos días, venía a una cita que tenía convocada para hoy —confirmé decidida— disculpe la demora, he tenid…
—Shhh, tranquila. Pase, por favor.
Generosamente, me invitó a ocupar cualquiera de las dos sillas que se encontraban frente al espacioso escritorio que, por cierto, tenía repleto de papeles formando un completo caos.
—Permítame —dijo retirándome el abrigo de forma muy cordial— lo colgaré aquí.
Bueno, ¿le ha costado llegar? Es cierto que esta zona no está bien comunicada.
—Me perdí en la entrada de la ciudad, pero nada que no haya podido solucionar mi móvil —añadí sonriendo para romper el hielo.
Andrés comenzó preguntándome acerca de mis estudios, el nivel de idiomas que tenía y los lugares donde había trabajado en los últimos cinco años. Me facilitó un cuestionario sobre personalidad que contesté sin problema, siendo realista en cada momento. Me consideraba una persona leal e iba siempre con la verdad por delante. Aunque eso me pudiera costara el puesto.
Mis conocidos me llamaban radical en ocasiones, pero mi forma de ser era ésa.
—Indicas que eres muy independiente, ¿podrías aclararme un poco más esta respuesta? —preguntó mi jefe sin levantar la vista del papel.
—No me adapto demasiado a trabajar en grandes grupos. No sé por qué pero me organizo mejor sola.
—Entiendo. Bueno, en este hotel contamos con sectores pequeños. Espero que no haya ningún inconveniente.
—En absoluto.
Continuó leyendo mis contestaciones hasta que, tras un largo rato, dio por finalizada la entrevista. Con un apretón de manos y un «bienvenida» me hizo saber que formaba parte de la empresa de forma oficial y, entonces, firmamos el contrato laboral.
—Bien. En cuanto al puesto, ¿te ha contado Marina cuál sería tu tarea?
Suponiendo que Marina fuera la muchacha tan agria que me atendió en recepción, contesté:
—No…No me ha informado.
—De acuerdo, acompáñame.
Estuvimos charlando durante más de una hora y media acerca de mi nuevo empleo. La tarea que me había encomendado Andrés consistía en llevar adelante la web del hotel, organizar eventos, invitar a peces gordos… En resumen, me encargaría de las relaciones públicas de la empresa.
Bajamos a la quinta planta donde se encontraba mi oficina. Ésta era muy amplia, más de lo que yo necesitaba. «No será toda para mí», pensé para mis adentros.
—Mañana, a primera hora, vendrá tu compañero de departamento. Espero que no tengas problema en compartir estancia —me hizo saber Andrés esperando una respuesta afirmativa por mi parte.
—Claro, perfecto.
—Te dejo sola para que vayas familiarizándote con el sitio. Cualquier cosa que necesites, estaré arriba. Puedes usar ese teléfono para avisarme —indicó señalando el aparato.
—Muchas gracias, muy amable.
Tras haber cerrado la puerta mi jefe, me senté en la silla que tenía un aspecto de lo más apetecible. Encogí las piernas y giré, dejándome llevar como si fuera una niña. Paré en seco para observar las vistas tan impresionantes de las que podría disfrutar a partir de aquel viernes 12 de marzo. El hotel se situaba a las afueras de la ciudad, alejado del escándalo céntrico. Con sus más treinta plantas se podían divisar paisajes idílicos desde los puntos más altos del edificio; en este caso, los áticos.
Encendí el ordenador que había sobre mi escritorio para empezar poniendo orden en la web. Con un par de programas creé unas imágenes de promoción y puse algo de color en la página para llamar la atención de los visitantes. Tuve que diseñar un menú que permitiera acceder a las distintas secciones de forma más práctica y le mandé todo por email a Andrés. Dado su visto bueno, añadí todo al portal dando por finalizada mi jornada.
Salí del hotel antes de lo previsto y me acerqué al super a comprar algo para comer y a continuación, directa a casa.
Tumbada en el sofá todo lo larga que era, pensaba en voz alta: «¿Cómo sería mi nuevo compañero?» Sentía curiosidad. Sólo esperaba que no fuera un engreído.
A la mañana siguiente, llegué al hotel unos minutos antes de mi hora para compensar el retraso del día anterior. Allí estaba Marina, recepcionista y, quisiera o no, mi compañera de trabajo. Pasé por su lado mostrando la mejor de mis sonrisas y estaba, cómo no, con sus gafas de pasta gruesa a media nariz y limándose las uñas con brío. Ni se inmutó a mi paso.
Abrí la oficina pensando que sería yo la primera en llegar y, para mi sorpresa, me equivocaba. Un muchacho de pelo negro como el azabache ocupaba mi silla giratoria. Asomé la cabeza por la puerta y dije enérgicamente:
—¡Buenos días!
—¡Vaya!, tú debes ser Adriana, ¿verdad?
—La misma. Encantada —respondí hipnotizada.
Cuando quise darme cuenta venía a saludarme. Y yo, allí, petrificada en la puerta. Estuve explicándole durante gran parte de la mañana todo lo que había hecho en la web la mañana anterior y revisamos juntos los emails que Andrés nos había enviado para continuar trabajando.
Durante toda la mañana, Ángel, estuvo atento a cada tarea que le mandaba hacer. Se encargó de organizar un par de eventos e, incluso, ordenó alfabéticamente las fichas de los clientes. Por suerte, pronto llegaba la hora de partir. Había sido intenso el día, no tomamos ni el descanso a media mañana.
Cuando no se daba cuenta, le miraba de reojo, le estudiaba. Me parecía un muchacho reservado. No apartaba la vista de su tarea hasta que no la había terminado. Además, era muy perfeccionista y tenía una paciencia digna de admirar. Si algo no le salía correctamente, chistaba y volvía a intentarlo.
Mientras apagaba su ordenador me preguntó:
—¿Cómo se presenta tu tarde de sábado?
—¿Perdón? —reaccioné a los pocos segundos.
—Decía que qué ibas a hacer hoy. El cielo está de un gris muy feo y hoy es fiesta en el centro, lo que significa que todo estará cerrado.
—Ah, de lujo. La verdad, no me había planteado nada —mentí. Me negaba a confesar que iba a estar toda la tarde de sábado encerrada en casa con mi perro y mi manta.
—Te iba a proponer algo…pero si tienes planes, no importa, otro día.
—Sí, bueno, a lo mejor quedaba con unas amigas para tomar algo.
—Está bien —contestó.
«Un momento, ¿me acaba de guiñar un ojo? No puede ser, se le habrá metido una mota. No. Sí que me lo ha guiñado, sí»
El turno de Ángel terminaba media hora antes que el mío. Así que, una vez hube finalizado las tareas, dejé la oficina unos minutos.
Cuando volví había un post-it rosa que se veía desde el pasillo pegado en la pantalla de mi ordenador. Con una letra poco legible, el papel decía:
«Te espero en «El Trébol» a las 18:30 A.»
Me puse el abrigo confusa y tomé el ascensor. ¿Debía ir?
Eran ya casi las 4 cuando paré a comer en el restaurante que mi amiga Pilar había abierto un año antes en una de las calles más céntricas de la ciudad. Estaba abarrotado y a pesar de que era tarde, continuaban sirviendo comidas. Ocupando una mesa del fondo alejada de todo el gentío, tomé la carta. No tenía demasiada hambre, así que decidí pedir una ensalada César, algo ligero. La nota de Ángel me había mantenido ausente durante todo el trayecto. Me estaba pidiendo una cita en toda regla.
Una voz que me resultó muy familiar me sacó de mis pensamientos:
—Bueno, bueno, ¿a quién tenemos aquí?
—¡Pilar!
—No te veía desde la mudanza, ¿cómo estás?
—Muy bien, hoy mismo he empezado a trabajar en un hotel.
—Ya te veo, ya. Vienes muy arregladita —bromeó la camarera— ¿Qué te pongo de comer?
—Una ensalada de éstas, por ejemplo.
Pilar y yo éramos viejas amigas de la facultad. Comenzamos juntas la carrera de turismo pero, como le ocurría a muchos universitarios, acabó dejando los estudios para abrir su propio negocio. Desde siempre supe que había nacido para dirigir un restaurante, cocinaba de maravilla.
En menos de veinte minutos había devorado el bol. Pagué la cuenta y me despedí de mis amigos con un fuerte abrazo prometiendo volver en cuanto me fuera posible.
Aún era pronto, así que decidí hacer tiempo visitando un par de liberías cercanas al restaurante. Sorprendentemente estaban abiertas a pesar de ser festivo, tal y como había apuntado Ángel. Compré dos libros que perseguía desde hacía bastante tiempo y cuando me quise dar cuenta ya eran las seis. En cuestión de treinta minutos debía estar donde quedamos.
Llegué antes de la hora y tomé sitio en uno de los sillones de cuero que había al fondo de la cafetería. El establecimiento era muy amplio. Pusieron música de ambiente y unos inciensos que hacían aún más agradable la estancia. Mientras esperaba a mi compañero pedí un café irlandés que vino acompañado de unas deliciosas chocolatinas. Parecía que el tiempo no pasaba, continuamente estuve mirando el reloj y me dieron las siete menos cuarto, menos diez… Antes de que tocaran las siete en punto comencé a impacientarme. Hastiada de esperar, bebí de un sorbo lo que quedaba en la taza y cogí de forma brusca mis cosas. «No tendría que haber venido, no ha sido buena idea.»
A punto de salir por la puerta de «El Trébol» escuché una voz a mis espaldas que me resultó familiar y me giré al instante:
—Al final has venido —exclamó con tono interesante.
—¿Andrés?
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