Hay ciudades que inspiran poesía por su belleza: Venecia, Florencia, Roma, Dresde, Brujas… Sus temas no se agotan nunca, porque, aunque en su permanencia no sufren apenas cambios, surge una generación que vislumbra una nueva chispa no vista por su precedente. Budapest podría ser una de estas ciudades: cuenta con unas amplias avenidas que testimonian su pasado imperial, una arquitectura art-decó con la que se inserta en plena vanguardia y un dinamismo cultural envidiable.
El título del poemario de Manuela Temporelli, Cuaderno de Budapest, parece remitir a todo ello, en la estela de las obras de Lorca o del Cuaderno de Nueva York de Pepe Hierro. Pero no es así. Ya en el prólogo Manuel Rico, el director de la colección Poesía de Bartleby, nos advierte de que este libro es «una apuesta por la poesía entrañada» que responde a «la iniciativa de contemplar la vida a la luz de experiencias especialmente difíciles». Y así parece ser, de hecho, pues de los veintiocho poemas que componen la obra, solo dos se refieren en su título a Budapest o al Danubio y uno más hace alusión a la ciudad. En el resto, la ciudad no se menciona o se diluye rápidamente hasta desaparecer en una sucesión de estaciones (poemas Verano, Otoño, Invierno y Primavera) y quedar tan solo la voz de la poeta, que se retrotrae al recuerdo y a la reflexión ante una joven ida —¿su hija?— por la enfermedad: «(…) la ciudad comienza a despertarse. / Un Lada cruza la avenida. / La riada ha invadido las arterias dentro de la corteza cerebral: la boca de una niña lucha contra el dolor dibujando sonrisas»). Ciertos hallazgos poéticos en sus versos sinceros son destacables.
Los poemas a esta joven, Violeta, recuerdan el tono de homenaje a la Joana de otro poeta contemporáneo, Joan Margarit, pero poco sabemos de ella, más que por la boca de la poeta, que nos señala que ha fallecido un mes antes. El dolor de la madre aparece en los poemas que siguen, con sus sentimientos y congoja («La noche siempre me coge por sorpresa. No sé qué hacer con esta oscuridad que disuelve las sombras de la casa y las refugia en mi cabeza»), pero finalmente vence el ciclo de la vida: «Las hojas de los árboles señalan la estación de la vida y de la muerte. Son tan simples las hojas que se saben vencidas antes de que el calendario muestre otoños desnudos». El tiempo parece ser quien todo lo cura.
Desde el punto de vista formal, el poemario no presenta ninguna división en partes. Esto, sumado al hecho de ser tan breve, le daría una mayor unidad, pero tal unidad no queda clara: al final del libro se insertan tres sonetos en medio de poemas en prosa, que son los que componen la mayor parte del libro. Otras veces, las menos, son poemas en verso blanco o con rima asonante. Solo el tema de la muerte de la joven, al comienzo, y los sentimientos varios de la poeta pasado el tiempo guían al lector desde el principio del poemario hasta el final. Un poema a la madre fallecida y un último poema donde se desea una casa familiar con la cotidianidad que se ha anhela cierran la obra: en un Budapest perdido hace mucho, la ausencia de la hija y de la madre refuerzan la idea de los vacíos que tiene uno mismo.