Todas las guerras son un desastre: en primer lugar, por las pérdidas de vidas humanas que conllevan; en segundo lugar, por los aspectos económicos y el retroceso en décadas que supone la reconstrucción y su recuperación y, en tercer lugar —y no menos importante—, por el desastre moral que crea, del pueblo que la ha padecido y de los que las han permitido.
A esta destrucción se suma la artística, que es, en cierta medida, la de parte de la historia y de los símbolos de un territorio, de un pueblo.
Hemos padecido muchas destrucciones de arte: desde las obras que eran tomadas como botín de guerra —como la cuádriga de San Marcos, originalmente en el corazón de Bizancio, la rapiña de Napoleón en los museos de media Europa o las confiscaciones nazis— hasta las debidas a motivos religiosos —como la destrucción intencionada de los budas gigantes de Afganistán o las decapitaciones de estatuas en iglesias y catedrales occidentales por los inconoclastas—, pero, ya fueran de hace siglos o recientes, parece que hemos aprendido poco.
La guerra de Ucrania, que comenzó oficialmente en febrero de 2024, pero se retrotrae a la anexión de la península de Crimea en 2014, es otro eslabón de este sinsentido. Si el arte con mayúsculas que se guarda en museos y está institucionalmente protegido sufre la devastación, ¿qué pasará entonces con el que está al aire libre o está clasificado en una categoría menor?
La respuesta la podemos ver, parcialmente, en el libro Ukraine: Art for Architecture que publicó en 2020 la editorial DOM Publishers de Berlín. Esta editorial, que cuenta con una apabullante colección de guías de arquitectura de diferentes ciudades del mundo, recoge en este libro una selección de los mosaicos modernistas soviéticos realizados entre 1960 y 1990 en diferentes ciudades ucranianas.
Recogidos como testimonio histórico, en un momento en que se pretendía preservarlos ante el abandono o la falta de mantenimiento (pues estos mosaicos no están protegidos como obra artística patrimonial), la guerra ha causado que muchos de ellos hayan desaparecido. Las fotografías de Yevgen Nikiforov que tenemos en esta guía son así, quizá, el último testimonio gráfico de algunos de ellos.
De acuerdo con un mapa, la guía divide el país en varias regiones —norte, sur, este, oeste, centro— y muestra las localizaciones de los mosaicos fotografiados con unos comentarios debidos a la historiadora del arte Polina Baitsym.
Los mosaicos monumentales fueron ideados en la época soviética como parte de un plan de propaganda de Lenin para glorificar la Revolución de Octubre y eliminar los anteriores símbolos zaristas. Sin embargo, tuvieron también en cuenta los movimientos contemporáneos de vanguardia y así algunos se inspiraron en el cubismo y futurismo. En otros casos, combinaron la tradición bizantina con el arte popular.
Con el paso de las décadas y los sucesivos gobiernos los mosaicos evolucionaron, pero siguieron añadiéndose a edificios gubernamentales, hospitales, escuelas, universidades, oficinas de correos, centros polideportivos, bibliotecas, cines, fachadas de edificios residenciales e incluso paradas de autobús.
Los temas abordaban el progreso, el desarrollo técnico, el deporte, la comunidad, la carrera aeroespacial… Aunque los diseños abstractos no fueron habituales, también los hay, y hoy podríamos considerar muchos como verdaderas obras de arte.
Los mosaicos fueron también comunes en otros territorios de la antigua Unión Soviética. La editorial berlinesa también ha dedicado otros volúmenes de la serie “Art for Architecture” a los mosaicos de Moscú o Georgia, por ejemplo.
Cualquiera de estos libros son más que recomendables. Están publicados en inglés o en alemán. Con ellos vemos lo impactante que fueron estas mosaicos y nuestra obligación de preservarlos. También dejan patente una historia compartida entre distintos territorios que, antes hermanos, luchan ahora por su supervivencia.