La ciudad de Varsovia ofrece un testimonio impactante de los sucesos ocurridos a lo largo de la historia del siglo XX: un muro construido por los nazis que rompe el trazado de sus calles y patios comunales para separar los judíos, una guerra mundial que la arrasó por completo, un languidecimiento comunista, una reconstrucción símbolo de su resistencia y perduración en el tiempo.
Tanto dolor, tanta destrucción no han impedido que Varsovia haya renacido y vea surgir en este comienzo del siglo XXI una Polonia moderna, que mira al futuro y protege su patrimonio, aunque sea bajo un extraño capitalismo y una reconversión al turismo que calca el resto de Europa diluyendo identidades. A pesar de ello, ¡cuánto se ha perdido! Si a lo destruido por el fuego y las bombas sumáramos los robos y expropiaciones, es posible que sumáramos más que lo conservado.
Quizá por ello el matrimonio formado por Zbigniew y Janina Porczyński donaron a la ciudad la colección de pintura que habían acumulado: era una forma de restablecer una parte de ese patrimonio perdido o dispersado.
Visité la colección Carroll-Porczyński hace unos años, en una estancia apresurada en Polonia. Las obligaciones laborales dejaron algo de tiempo para visitas turísticas, que se dirigieron más hacia el extrarradio para ver cómo vivía la gente y a los museos que hacia los circuitos establecidos. Como me pasó al recorrer las afueras de Dresde, las sensaciones fueron ambiguas: a pesar de su rápida modernización, en la capital polaca prosiguen las barriadas de edificios grises de cemento y las tiendas de ultramarinos de décadas atrás, regentadas por generaciones anteriores para las que los cambios han llegado tarde o, simplemente, no han llegado. Algunos hoteles, que tratan de adaptarse a los tiempos, han modernizado algunas de sus plantas para adecuarlas a los estándares occidentales, pero mantienen cerradas otras —las superiores— con la decoración y mobiliario soviéticos. La mole del palacio de la cultura, en pleno centro, recuerda que el peso del comunismo sigue presente, aunque se rodee de rascacielos y ultramodernos centros comerciales.
Esta era mi sensación cuando visité la colección del matrimonio Porczyński. En un edificio importante, la antigua bolsa, reconstruido pero venido a menos por su falta de mantenimiento, con escaso personal —solo un vigilante y el taquillero—, pero muy amables, con salas cuyas luces se encendían a medida que pasaba (era el único visitante de esa mañana, me dijeron; la entrada era difícil de encontrar y había que llamar al timbre para que abrieran), se encontraba una de las colecciones que más impactaron de Varsovia. Como si fuera una casa particular de los tiempos anteriores a la guerra, antes de expropiaciones nazis, con mobiliario de principios y mediados del XX, una serie de pequeños cuadros aparecían colgados en las habitaciones: uno casi podía tocarlos, con la diferencia de que, frente a los de otras casas, estos habían sido pintados por Van Gogh, Renoir, Dufy, Vlaminck, Derain, Vermeer…
Las sorpresas continuaban: si la primera sala había sido dedicada a los impresionistas, otras posteriores agrupaban pinturas religiosas, mitológicas, naturalezas muertas y paisajes holandeses de Paul Bril, Jan Breughel, Jan van Scorel, David Teniers, Rubens… El conjunto incluía pinturas italianas de los siglos XIV a XVI (círculos de Gentile da Fabriano, Jacopo Bellini o Caravaggio, Lorenzo di Credi, Tiziano, Basano, Pontormo…), alemanas («Santa Ana» de Durero, un magnífico retrato de Georg Pencz, Cranach el Viejo…), francesas (Pierre Dumenstier), españolas (Juan de Arellano, Alonso Coello: retrato de Isabel Clara Eugenia; Ribera), etc.
La sorpresa mayor estaba en la sala principal, la rotonda del edificio, donde se exhibían, colgados los mayores y en muebles vitrina los más pequeños, una amplísima colección de retratos. Entre ellos se encontraban uno de los más famosos autorretratos de Velázquez, el de Murillo, varios cuadros de Rembrandt —alguno, muy pequeño—, un retrato de un noble por Anton van Dyck, otro de Lutero, de Enrique IV, el de la archiduquesa Ana de niña pintado por Nicolas Neufchatel (imagen de abajo) y otros muchos más recientes, del siglo XIX, por Madrazo, Zuloaga, etc.
El no saber lo que me iba a encontrar sin duda contribuyó a mi asombro, pero también la falta de información de las oficinas de turismo y de las guías, que, si mencionaban la colección, era para dedicarle dos líneas, sin destacar su importancia.
Posteriormente pude saber algo más de la vida de los propietarios y esto me hizo valorar más la colección, a pesar de sus críticas. Frente a lo que pensaba —cuadros reunidos por una familia judía a lo largo varias generaciones anteriores a la guerra, que, tras haber escapado a los nazis, se habían reunido de nuevo para su muestra pública—, los cuadros no provenían de una herencia familiar, sino de compras sistemáticas en subastas a partir de los años ochenta. El matrimonio Porczyński había tenido una vida dura: Zbigniew Carroll Porczyński (1919-1998) nació en Varsovia, participó como soldado en la II Guerra, pero fue aprisionado y pasó en 1942 por los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald. Tras la liberación se afincó en Reino Unido, donde estudió química y realizó varias patentes que le proporcionaron desahogo económico a lo largo de su vida. Su mujer, Janina, nació en Ucrania, pero también sufrió represalias, fue deportada a Siberia y tras un azaroso viaje se asentó en el Reino Unido. Unidos en matrimonio, amantes del arte y con un fuerte sentido religioso, compraron en subasta obras centradas en torno a la Sagrada familia y otros valores morales, que luego ampliaron a paisajes, naturalezas muertas y retratos. Con aproximadamente 500 pinturas, decidieron cederlas a Polonia y dedicarlas a Juan Pablo II, de donde la colección toma el nombre actual. Aunque existen estudios sobre algunas de las obras que demuestran que son copias o falsificaciones de grandes autores, otra buena parte son originales y merece la pena acudir a verlas.
Varsovia ofrece asimismo otras muchas visitas: desde palacios neoclásicos (Wilanow) y la casa de Marie Curie al Museo nacional (con su extraordinaria colección de pinturas nubias de la antigua catedral de Faras, del s. VII-IX, y cruces de regiones africanas como Lalibela).
Ahora, y hasta el 12 de enero de 2020, es posible visitar la exposición sobre arte coreano «Splendour and Finesse: Spirit and Substance in Korean Art», en colaboración con el Museo Nacional de Seúl, con motivo del 30 aniversario del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre Polonia y Corea.